Isaías 53:12

Para llevar a cabo su obra, Jesús tuvo que ser contado entre los malhechores. Tuvo que ponerse en nuestro lugar. Y tuvo que humillarse haciéndose el más pequeño de los hombres siendo Él Dios todo poderoso. Nadie le obligó, sino que lo hizo voluntariamente. Después de hacer suyo todo nuestro pecado la muerte no lo pudo retener. Y ahora, habiendo herido de muerte “la muerte”, aquellos que hemos puesto nuestra esperanza en Él esperamos el día de su venida y de nuestra resurrección. Mientras tanto, por sus heridas somos sanados, y por ellas morimos al pecado y vivimos a la justicia. Porque ahora. también hemos sido hechos siervos del gran Rey.

Como resultado de su portentosa obra. Dios ha puesto a Jesús por encima de todo dominio y toda potestad. Esta es la idea de “repartir despojos”, algo que sólo podían hacer los reyes. Ha conseguido arruinar la obra del Diablo, que no ha logrado su propósito sino justo lo contrario. Por la muerte de Jesús vino también su resurrección. Y ahora, un hombre como nosotros está sentado a la diestra del Padre.

Su sacrificio fue absoluto. Su vida fue derramada hasta la muerte. Llevó consigo toda la perversión, toda la maldad, y todo el pecado que tanto corrompe el corazón humano. Efectivamente, fue contado entre la peor calaña de este mundo porque hizo suyo nuestro pecado. Sus oraciones tuvieron su respuesta y Dios escuchó su clamor por ti, y por mí. Cuán agradecidos deberíamos estar por ello.

Toda la riqueza que Jesús ganó en la cruz es inagotable. La sabiduría y el conocimiento adquiridos son maravillosos. Todas las naciones querrán en un futuro escucharle y aprender de su consejo. Porque el deseo de Jesús es compartir sus dones con todos, pero para ello es necesario que caigamos rendidos a sus pies. Su vida fue derramada para que hoy podamos tomar de ella y ser transformados. Porque aquel que escucha a Jesús no puede evitar contagiarse de su gozo.

Desde que Jesucristo subió a los cielos no ha cesado un minuto en su labor de crear un solo pueblo. Porque la cruz tiene un magnetismo inevitable. Nos une irremediablemente. De todo linaje y nación está formando una familia en la que todos somos hermanos. Porque compartimos la salvación de una misma sangre. El resultado de su sufrimiento y su muerte en la cruz ha sido que hoy, sus redimidos, podemos llamarnos hermanos, habiendo recibido de él la dádiva de la vida eterna, y la esperanza de una nueva vida ya sin pecado. Este fue el resultado de su humillación, su obediencia, y su muerte en la cruz.

Pero no nos engañemos, la vida que nos ofrece Jesús fue la que él mismo vivió. Aquella por la cual venció. Una vida de entrega, sacrificio y servicio. Así que, si las oraciones de Jesús fueron contestadas mientras estuvo con nosotros, también lo serán las nuestras. Nunca dejemos de orar, porque no hay otra posibilidad de que su obra siga adelante. No hay otro nombre dado a los hombres en que podamos ser salvos. Sin Jesús no hay Evangelio. Si Jesús no hubiese rogado: “Padre, perdónalos”, Dios no lo hubiera hecho.

Así que, no perdamos el tiempo. Jesús puede salvarnos si nos acercamos a Dios a través de Él. Nos dice la Escritura que su intercesión al Padre por nosotros es continua. Y sabemos que Dios a Él sí le escucha. Jesucristo nos va a acompañar eternamente, por lo tanto, el pecado ya no se enseñoreará de nosotros nunca más. Ahora, en el mundo encontramos aflicción, pero tenemos con quien enfrentarla, a aquel que lo ha vencido. Su Reino ya ha sido inaugurado, aunque no haya sido aun plenamente establecido. Pero, ese día está cada vez más cerca ¡Cuán insondables son las riquezas de su gracia!

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Isaías 53:11

Grande fue el precio que tuvo que pagar el siervo de Dios. Fue afligido sobremanera porque nadie ha soportado nunca una carga tan grande. Pero obedecer a Dios, por duro que sea, nunca es en vano. El fruto de su angustia mereció la pena con creces.

El siervo de Dios aprendió obediencia mediante el sufrimiento. Al ocupar nuestro lugar en la Cruz, ha experimentado en sus propias carnes el pecado de la humanidad entera, aun siendo él santo y sin mancha. Ha conocido de primera mano la vida tal y como la experimentamos nosotros, en especial la vida de los más humildes. Conoce las dificultades que enfrentamos a diario, sufrió el rechazo de la sociedad, o incluso la persecución.

Por eso, ahora está en disposición de juzgarnos y perdonarnos a la vez. Porque ha demostrado su justicia, su honestidad, su inocencia, su sacrificio y obediencia. Por eso nos puede declarar justos, y sin mancha. Después de haber cargado con nuestra maldad, nuestro pecado, nuestra iniquidad, nuestra culpa.

En este versículo también avistamos la Resurrección. El fruto de la cruz. Su victoria sobre el pecado y la muerte. El mismo poder que lo sostuvo y lo mantuvo sin pecado mientras anduvo entre nosotros fue el que lo levantó de entre los muertos. Por fin un sacrificio expiatorio que satisface a Dios. Todos los demás fueron copias a escala que terminaron por hastiar a Dios a causa de la hipocresía de aquellos que los llevaban a cabo.

Sólo Jesucristo tiene el verdadero conocimiento, no sólo acerca del hombre, también de Dios y de la vida. Porque nadie conoce al Padre sino el Hijo. Por lo tanto, sólo podemos llegar al Padre mediante Jesucristo. Su pueblo podía tener mucho conocimiento acerca de la ley, los profetas o las tradiciones, pero no conocía a su Dios. Habían entendido apenas nada. Porque la verdad sólo nos puede venir de Él. El Conocimiento de Dios no se “compra” con esfuerzo, sólo nos puede venir dado por su soberana voluntad. Hay episodios en la Escritura en que es Dios mismo quien, premeditadamente, priva a su pueblo de discernimiento a causa de la dureza de su corazón.

No siempre su pueblo ha sabido estar a su altura. En muchas ocasiones el pueblo de Dios ha sido guiado por ciegos ignorantes. “Perros mudos” los llama Isaías, que ni tan solo pueden ladrar porque se pasan el día durmiendo. Porque se puede hablar mucho y no decir una sola palabra que venga de Dios, y uno se puede cubrir con un manto de religiosidad y a su vez vivir totalmente ajeno a la voluntad de Dios.

La promesa que Dios hizo a Abraham ha sido sin duda la que más repercusión ha tenido en su plan de Salvación. Dios mismo habla de Abraham como su amigo. Y por esa amistad, Dios se ha mantenido fiel a lo largo de tantos años, tantas generaciones y tantas vicisitudes.  Por esa amistad, y esta fidelidad, Dios ha tenido muchísima paciencia con un pueblo duro de cerviz como ha sido el Pueblo de Israel. Y a pesar de todo, Dios ha seguido cumpliendo sus propósitos a través de su pueblo. De hecho, de Israel nació el Salvador del hombre.

Pero, ahora Jesús nos es cercano mediante las Escrituras. Ahora somos testigos del siervo de Dios, su escogido. Ya no tenemos escusa, ahora podemos conocer a Dios a través de él.

A Dios sólo se le puede discernir espiritualmente. Las Escrituras nos dicen que el Espíritu de Dios reposaba sobre Jesús. Espíritu de sabiduría e inteligencia, de consejo y de poder, de conocimiento y de temor de Jehová.

Porque Jesucristo nos justifica. Toma nuestra culpa y nuestro pecado y los hace suyos. Sólo por esto nos puede declarar justos. Porque no hay otra forma perdonarnos sin que Dios deje de ser íntegro. Porque, así como por la desobediencia de Adán muchos fuimos constituidos pecadores, por la obediencia de Jesús, muchos también serán constituidos justos.

Él pasó por la oscuridad de este mundo. Sufrió nuestro dolor. Sufrió el asedio de nuestras tinieblas. Pero ellas no pudieron con él. Su luz admirable las venció, resplandeció el nuevo día que la Creación entera anhela. El velo que cubría la luz de su rostro fue para siempre quitado. Su obra fue llevada a cabo y completada a la perfección. Dios quedó plenamente satisfecho con él.

Grande es su conocimiento y sabiduría. A muchos asombrará. Quedarán maravillados de la belleza de su santidad. Porque la humanidad sólo tiene una necesidad. Y es acudir a los pies de Jesús.

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Isaías 53:10

10. El amor de Dios por nosotros excede realmente todo conocimiento ¿Cómo pudo Dios herir a su propio hijo, quien además no conoció pecado, y hacerlo además por amor a nosotros?

Todo el ceremonial del pentateuco apuntaba al sacrificio que debía sustituir todos los demás. El único camino de salvación para el hombre en el que la trinidad en su conjunto se vería involucrada: La cruz.

No será un sacrificio vano. La cruz, como árbol de vida, traerá una amplia descendencia de redimidos que trascenderá el tiempo y cubrirá la redondez de la Tierra.

El siervo sufriente que será sacrificado en ella traerá consigo una nueva vida mediante su resurrección. Con Él la vida cobra su verdadero valor. Porque en él no hay engaño, ni pecado, y la misma muerte no pudo con él.

El siervo sufriente será además instrumento poderoso en manos de Dios. Su voluntad agradará a Dios, y viceversa. Por ello, todo lo que emprenda será bendecido y prosperado sobremanera.

El sacrificio del Señor, pues, no fue un accidente. Fue predeterminado y con pleno conocimiento de Dios. Porque fue voluntad divina en primer lugar. Quienes decidieron darle muerte fueron su propio pueblo, y quienes lo ejecutaron fueron los gentiles. Gente inicua, como tú y yo, acostumbrados a la injusticia y a la perversión de una vida alejada de Dios y centrada en el hombre, y sus ídolos.

En las ofrendas por la culpa, o por el pecado del pentateuco, era necesario realizar una restitución, algo que se llevaba a cabo mediante el sacrificio de un carnero. No era sólo por determinados pecados que se debía ofrecer, sino por cualquier falta de respeto a Dios y todo aquello que Dios a santificado. Porque ninguno de nosotros da la talla delante de Él. Por otro lado, la restitución debía realizarse mediante un animal sano, joven, y sin defecto. Algo que suponía desprenderse de un bien muy preciado.

El resultado de la muerte del Señor no fue su aniquilación, por el contrario, la muerte no le pudo retener. La resurrección fue el fruto de su sacrificio. Hoy el Señor Jesucristo aún vive. Su botín fue la Vida Eterna. Y hoy le ha sido dada autoridad para darla a quien él disponga. Por ello, su descendencia es, en realidad, tan incontable como la arena del mar. Huelga decir que, en aquellos tiempos, dejar descendencia era considerado el mayor de los legados.

El Cristo resucitado ya está en disposición de establecer su Reino. Como un mar rebosante de Paz extenderá su dominio afianzado con derecho y justicia cual no ha habido ni habrá jamás. El Señor no se ha olvidado de nosotros. Todos aquellos que cuestionan la existencia de Dios, o le echan en cara todas las desgracias que ocurren, cubrirán sus rostros avergonzados al descubrir al Dios de los ejércitos. Aquel que tiene todo el poder y es tres veces santo.

La victoria está cantada, por su humillación será exaltado hasta lo sumo. Su gloria será notoria y la creación entera se postrará ante ella. Porque este Jesús es el siervo amado de Dios, su Hijo unigénito, aquel en quien se complace su alma, aquel en quien habita el Espíritu Santo, el Verbo encarnado. A lo largo de toda su vida, Jesús tuvo un entrañable apego con Dios padre. Obedeciéndole hasta el final, les unió un amor recíproco que los acompañó cada minuto de vida hasta la cruz.

En Jesús habita la plenitud de la deidad. Él es el Eterno, que no tiene principio ni fin de días, la misma Palabra de Dios encarnada. El que lo ha creado todo y por el cual todas las cosas subsisten. El Alpha y el Omega de todas las cosas.

Vino claramente con una misión encomendada por el Padre. Y por su obediencia todas las naciones de la Tierra son, han sido y serán bendecidas. Es el Rey de reyes y Señor de señores. Sus dominios abarcan la redondez de la Tierra. Humillará al altivo y exaltará al humilde. Implantará la justicia que tanto necesita la humanidad. Paz y sanidad serán repartidas sin mesura, nunca faltará la alabanza que merece su sagrado nombre. En Jerusalén establecerá su trono y este será el vínculo que unirá por fin todas las naciones.

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Isaías 53:9

Entre malvados fue puesta su tumba, porque ese es nuestro lugar. Entre ricos se dispuso su lugar, no sólo por su condición de Señor y Rey, también porque pagó por todo nuestro bienestar. Asumió la injusticia de nuestro expolio. Él pagó la cuenta.

Sabidos son los métodos que utilizan los seres humanos para enriquecerse: La violencia y/o el engaño. Pero, nada de eso tiene que ver con el siervo sufriente, porque sufrió en sus carnes nuestra vileza, a pesar de ser su camino la verdad y la paz.

Isaías asocia a los ricos con los malvados, como lo hacen muchos otros escritores del AT. Esto es porque adquirieron su riqueza por medios injustos y/o confiaron en su riqueza en lugar de en Dios (ver, por ejemplo, Sal 37:16, 35; Pr 18:23; 28:6,20; Jer 5:26-27; Mic 6:10,12).

La Palabra nos dice que es mejor la pobreza de un justo que la riqueza de muchos malvados. También nos advierte que la riqueza tiende a endurecernos, y a hacernos engreídos, y severos. Por el contrario, la pobreza nos ablanda, nos hace dependientes, nos humilla y nos vuelve condescendientes. La Palabra alaba la honradez, a sabiendas de que esta no nos va a hacer millonarios. Mas condena la perversión tan común en los acaudalados.

Vivimos en un mundo donde prácticamente toda forma de prosperidad pasa por la acumulación de riqueza. Sin embargo, la experiencia demuestra que el dinero no puede darnos la plenitud que tanto anhelamos. Qué duda cabe que la provisión diaria nos da tranquilidad, aun así, sólo hay una bendición que llena: La que viene de lo alto, y se cosecha solamente a través de la fidelidad al único Dios verdadero, padre de toda misericordia.

Lamentablemente, entre el pueblo de Dios siempre ha habido canallas, “cazadores de pájaros” los llama el profeta Jeremías, que con sus trampas atrapan personas. Son seres viles que prosperan y se enriquecen a costa del fraude y el engaño.

Profetas como Miqueas denuncian una y otra vez la iniquidad de su pueblo al enriquecerse mediante el abuso y la argucia.

 Según los Evangelios (Mt 27: 57-60 y paralelos), José de Arimatea, que era un hombre rico, honró a Jesús enterrando su cuerpo en su propia tumba. De este modo transcendió el cumplimiento de la profecía, porque, Jesús nunca fue violenta y en su boca nunca hubo engaño.

Jesús nos enseña que la mentira es un pecado que nace en el corazón, juntamente con el adulterio, la avaricia, la envidia, el orgullo y otros. No fue necesario que Natanael abriese su boca. Tan solo viéndolo acercarse, Jesús afirmó que en él no cabía el engaño. Los apóstoles Pablo y Pedro también incluyen en su lista de “vicios” la mentira (Rom 1:29; 1 Ped. 2:1). En ningún caso pues, el engaño y la mentira tiene justificación. Pablo tiene que convencer a Tesalonicenses y Corintios que él no tiene nada que ver con estas prácticas. Porque embaucadores y falsos maestros ha habido en la iglesia desde el principio.

Las riquezas no son repudiadas en las Escrituras, sólo es condenado el modo en que se obtienen, y las despoja de un valor que no deben tener. José de Arimatea es un buen ejemplo. Fue un seguidor discreto de Jesús, pero finalmente fue movido a honrarle a través de sus muchos bienes. Como dice la canción: “Fue algo tardío, pero fiel”.

Pedro animaba a los creyentes que sufrían injustamente recordándoles que Cristo no cometió pecado ni hubo mentira en sus labios (1Pe 2:22). Porque vivir piadosamente implica soportar la adversidad en un mundo que ama la mentira y adora la violencia.

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Isaías 53:8

8. Aquí, claramente entendemos que la cruz es el resultado de un juicio, y el cumplimiento de una condena. La vida de Jesús fue corta y fugaz. Todos le abandonaron mientras colgaba del ignominioso árbol. Allí arriba, la vida que él mismo nos había dado le fue negada. Fue cortado como una flor en su máximo esplendor. Todas sus heridas fueron causadas por nuestras rebeliones. Este versículo nos plantea abiertamente la cruz como un juicio en el que, paradójicamente, su pueblo es su peor enemigo.

Pero, en la cruz hizo suyas toda nuestra maldad, cada uno de nuestros pecados. Su sufrimiento fue físico y espiritual. Como toros desbocados, las fuerzas espirituales se abalanzaron sobre él. Sufrió la larga y lenta agonía de la cruz. Tuvo que ver como aquellos que profesaban ser su pueblo se congratulaban de verlo clavado en la cruz.

Los poderosos, tanto en el ámbito religioso como económico, le tenían puesto el ojo. La envidia, y el miedo a perder el poder o el statu quo no los dejó tranquilos en sus maquinaciones para terminar con su vida.

Aquel que era el Mesías anunciado en las Escrituras, descendiente de David por la parte de su madre María, e Hijo de Dios. Fue cercano a nosotros, nos hizo ver que haciendo la voluntad del Padre todos podíamos ser una sola familia.

Pero aquellas palabras que procedían de Dios sonaban a blasfemia a aquellos que, en apariencia más devotos, eran baluartes de la Palabra o a las tradiciones. Por eso, decidieron su muerte. Fue su pueblo convertido en turba quien gritaba con fuerza: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”.

Además, sus discípulos no entendieron lo que le estaba ocurriendo. No supieron estar con él sus últimas horas. Uno de ellos incluso le traicionó abriéndole las puertas de la cruz.

Jesús no fue comprendido ni entendido por sus contemporáneos. Para ellos, no era más que un hombre, de unos 30 años, carpintero y miembro de una familia, como todo hijo de vecino. Sin embargo, la realidad era muy diferente. Era el Hijo de Dios, enviado por Él mismo con un propósito. Jesús ponía en evidencia que a pesar de lo orgullosos que estaban de su genealogía, Jerusalén, y el templo no conocían al Dios verdadero.

Jesús y Dios padre estuvieron siempre juntos. Jesús pudo soportar, sobreponerse, y luchar hasta el final porque Dios estaba con él. Igualmente, hoy, nosotros, que somos sus seguidores, sólo podremos seguir adelante y mantener la fe en la medida que nos aferremos a Él, como Él se aferró al Padre.

El Señor no pasó por alto la justicia. No somos tampoco llamados a ello. Sólo que no se tomó la justicia por su cuenta, y esto sí lo hacemos nosotros con frecuencia. Su actitud y su comportamiento ejemplar fue fruto de una meditada y profunda conversación con Dios Padre. No ocultó la maldad de aquellos que lo mataron, quienes vivían y practicaban la opresión y la mentira. Por otro lado, el Señor se ofreció abiertamente al Padre, sin ocultar que su vida no albergaba pecado ni engaño alguno.

La frase «por opresión y juicio» consta de dos sustantivos que muestran aspectos análogos del mismo hecho. En realidad, la sentencia judicial fue utilizada como instrumento de opresión. Parecía como si el Siervo debía morir sin descendencia, algo que era considerado como una gran desgracia en aquella sociedad. La frase «cortado» sugiere con fuerza no solo una muerte violenta y prematura sino también el justo juicio de Dios.

Jesús sufrió la mayor de las injusticias, y le fue negado el bien que todo ser humano legítimamente puede desear. Le fue quitada hasta la dignidad. Colgado de la cruz, era como si incluso la misma tierra que pisó lo estaba rechazando. Era como si este maligno mundo no tuviese lugar para él.

Pero donde realmente no tuvo cabida fue en la tumba. La muerte no lo pudo retener. La semilla pereció, pero sólo para brotar, florecer y dar fruto con la resurrección. Nadie sospechaba que pudiese acabar así, porque una cosa es la perspectiva humana, siempre sesgada y engañosa, y otra la de Dios, completa y verdadera.

Como nos dice el apóstol Pedro, el justo murió una sola vez por los injustos. Para que nosotros, los injustos, pudiésemos acercarnos a Dios.

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Isaías 53:7

7. Toda la opresión, todo el sufrimiento que conlleva el pecado cayó sobre él. Y no protestó, no salió una palabra de queja de su boca. Con sólo levantar un dedo habría cesado tanto dolor, pero no lo hizo. Sumiso como un cordero, con una humildad encomiable, se sujetó a la voluntad del Padre y a la de aquellos que lo torturaron y le dieron muerte. No dudó en ofrecerse en sacrificio. Paradójicamente, fue la esperanza de un gozo prometido la que lo movió. Con una voluntad tan firme y sólida como su amor por nosotros tomó el camino de la cruz.

En esta profecía de la cruz, donde se nos narra con tanto detalle el sacrificio del Señor Jesucristo en tan ignominioso madero, empezamos a darnos cuenta de que la analogía del árbol cobra todo su sentido. Evoca inevitablemente el árbol de la vida que nos fue vetado tras la caída en el jardín del Edén. Él es el sacrificio del cordero sin mancha que quita el pecado del mundo. Él es la sangre del cordero pascual que hace pasar de largo el ángel de la muerte.

Él es el sacrificio de paz, el único que puede restablecer la relación entre Dios y el hombre. En la cruz vemos cuan necesitados estamos de salvación y de arrepentimiento para alcanzarla.

Todo el aislamiento que germina el pecado en el hombre fue absorbido por el Cordero de Dios. Se entregó a la ira de Dios sufriendo nuestro pecado mientras esperaba solamente en la voluntad del Padre.

Ahí está el Hijo de Dios. Tomando nuestro lugar en la cruz. Salvándonos de nuestra irremediable perdición. Cargó con nuestra culpa y con nuestra vergüenza. No abrió su boca, e hizo suyo todo nuestro pecado.

Paradójicamente, en los momentos que precedieron la cruz. Jesús, siendo justo y juez del mismo universo, ocupó el lugar de los culpables. Y no abrió su boca. No contestó todas aquellas acusaciones que caían sobre él. Sin embargo, los culpables no cesaban de incriminarle arrojando con ira toda clase de falsedades.

Así pues, en su humillación, Jesús tuvo que soportar, la ignominia de los golpes, la burla, o las falsas acusaciones. Nadie ha sido tratado más injustamente que Él. Su vida le fue quitada a muy temprana edad. Pero, pocos sospechaban que aquella muerte prematura resultaría en la mejor noticia que podía recibir la humanidad.

Jesús ha resultado ser el paradigma de las enseñanzas de su Reino. Porque cuando le ultrajaban, no respondía ultrajando. Cundo padecía injustamente no amenazaba, sino que se encomendaba a aquel que juzga con rectitud.

En este versículo se enfatiza la mansedumbre del cordero. Los israelitas estaban acostumbrados a la ganadería. Conocían perfectamente la naturaleza sumisa del cordero. Jesús, como el Cordero de Dios, en silencio se sometió hasta la muerte. Y no trató de detener a aquellos que se le oponían.

Pero aquel que moría no pudo ser retenido por la tumba. Por su humillación, Dios lo exaltó a lo sumo. Porque delante de él se doblará toda rodilla sin excepción. Y por su sangre derramada muchos verán sus nombres inscritos en el libro de la vida.

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Isaías 53:6

6. La Palabra de Dios lo ha declarado: Todos nos hemos extraviado. Todos nacemos perdidos y desorientados. Llenos de temor nos pasamos la vida huyendo de Dios. El miedo y el orgullo nos hacen desconfiados. En medio de la soledad y la desesperación, cada uno se aferra a sus propios ídolos, aumentando aún más, si cabe, nuestra osadía y separación de Dios, nuestro único Creador.

Sin embargo, todo nuestro pecado, y toda nuestra culpa ha sido imputada sobre aquel que carga con nuestros pecados colgado de una ignominiosa cruz. Él es el sacrificio de nuestra paz. Por él podemos volver a Dios sin temor. Todo el ceremonial de sacrificios del Antiguo Testamento apuntaba al día de la Cruz.

Porque no hay hombre que esté libre de pecado, ciertamente, no hay esperanza ni solución al problema del hombre sin Cristo. El único que puede pastorear nuestra vida. El único que puede transformarla totalmente. No hay otro que nos pueda mostrar las sendas de justicia que tanto necesita la humanidad.

Siendo nosotros los extraviados de ningún modo podemos encontrar a Dios si Él no nos busca primero. Nosotros sólo podemos implorar perdón apelando a su gracia. Confesar nuestras transgresiones es siempre el primer paso. De nada sirve justificarse, no hay excusa que podamos presentar delante de un Dios Justo. No siempre es fácil encontrar y ver nuestro propio pecado. Proverbios nos dice que hay camino que al hombre le parece justo, pero que su fin es camino de muerte.

Dios nunca rechaza al que da un giro de 180 grados. Por su misericordia, sus brazos están siempre abiertos a todos aquellos que quieren abandonar sus caminos de iniquidad. Porque todo el mundo busca lo suyo, todos somos unos insaciables, y unos insatisfechos, nuestra propia maldad nos arrastra allí por donde soplan los vientos de este mundo.

Pero, Dios ha puesto límite al pecado y a la maldad de los hombres. Además, este mundo, tal y como lo conocemos, también tiene fecha de caducidad. Mientras tanto, el Señor busca a las ovejas perdidas para salvarlas. Él está allí, y vendrá tarde o temprano a rescatarlas. Porque, esa es su voluntad. La mano extendida de Dios es la cruz donde murió nuestro salvador. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su hijo al mundo para condenarlo, sino para que sea salvo por él.

Ahora, por fe, podemos apropiarnos de la justicia que emana de la cruz. Porque no hay justo ni aun uno, no hay quien entienda. Nadie puede alcanzar esta salvación por linaje o por obra. Habiendo sido destituidos, pues, de la gloria de Dios, hemos sido justificados por su gracia en Cristo Jesús.

La cruz de Cristo pone de manifiesto el estado del hombre. Porque el hombre se halla muerto en sus delitos y pecados. Por esto Cristo muere en lugar nuestro. Con lo cual, habiendo sido vivificados por su sangre, ya no vivimos para nosotros sino para aquel que nos redimió.

No hay nadie que quede exento de esta miserable condición humana. Si no somos conscientes de nuestro propio estado pecaminoso, difícilmente sentiremos la necesidad de valernos del remedio de la cruz. Para apreciar a Cristo debemos primero examinarnos a nosotros mismos. Cristo sólo podrá redimirnos si somos conscientes del ruinoso estado de nuestra existencia.

Esta condición de pobreza espiritual y de miseria nos es común a todos los seres humanos. Pero, no debemos escudarnos en el mal colectivo, eludiendo así nuestra propia responsabilidad. En realidad, cada uno, individualmente, ha tomado la decisión de seguir su propio camino. Tan pecadores somos cuando estamos solos, como cuando estamos en compañía. No es una cuestión de “hacer” el mal, sino de que “somos” malos. Así, que no hay justo ni aun uno, no hay quien entienda ni busque a Dios. Nos hemos vuelto inútiles y totalmente prescindibles. Porque no hay quien haga el bien, ni tan solo uno.

Si bien en nosotros mismos nos hacemos trizas, en Cristo somos recompuestos. Por lo tanto, estando arruinados y alejados de Dios, yendo derechos al infierno, Cristo tomó sobre sí la inmundicia de nuestras iniquidades, con el fin de rescatarnos de la destrucción eterna. Estando él libre de todo pecado, tomo para sí nuestra culpa y nuestro castigo. Consideremos pues nuestras propias iniquidades, de tal modo que podamos saborear las riquezas de su gracia, y obtener así el beneficio de la muerte de Cristo.

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Isaías 53:5

Una de las cosas más asombrosas de esta sombría humanidad es su incapacidad de percibir el pecado que envuelve todos nuestros actos y pensamientos. Nadie parece plantearse el origen de la manifiesta maldad humana, quizá por ello no acabamos de encontrar una solución.

Mientras tanto, allí estaba el Hijo de Dios muriendo lentamente en aquella afrentosa cruz. Precisamente, el único hombre que jamás cometió el más nimio pecado cuelga de una cruz pagando nuestras transgresiones. Todas aquellas heridas sufridas por los latigazos, los clavos y las espinas no tenían otro origen que nuestro pecado. Fueron nuestras transgresiones las que lo golpearon una y otra vez. La inmerecida paz que hemos cosechado de la cruz tiene un precio altísimo, un precio que sólo él pudo pagar.

Allí también estaba la serpiente del libro de Génesis hiriéndole el talón sin saber que con ello sería ella quien recibiría un golpe mortal en la cabeza. Allí estaba el creador sanando las enfermedades que merecemos. Cumpliendo la justicia que demanda la ley. Expiando nuestro propio pecado. Ciertamente, no podemos imaginar el dolor que él pasó. Pero, por su sacrificio fue prosperada la voluntad de Dios.

Hoy seguimos viviendo el tiempo de la gracia de Dios. Sigue siendo posible el arrepentimiento, porque por él el Señor toma nuestra iniquidad cual abono para que arraigados en Él seamos fecundos en misericordia y justicia. Para que Cristo no sólo sea nuestro salvador, sino también nuestro Señor. Él es todo un ejemplo para nosotros. Siendo quien era, no vino para que le sirvieran, sino para servirnos. Y para dar su vida en rescate.

Pero, el hombre prefiere los caminos de Barrabás. La violencia y el escarnio contra aquellos que creemos que son una amenaza. No fue menos con el Hijo de Dios. Pero, Jesús aguantó hasta el final por amor a nosotros. Sabía que su destino era la cruz, su decisión fue obedecer al Padre. Para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.

Quitarle la vida fue la respuesta que dimos a Jesús. Aquel que sólo vivió haciendo el bien, sanando con el poder de Dios a todos aquellos que vivían oprimidos por el diablo. Jesucristo fue también el sacrificio expiatorio al que apuntaba el ceremonial del Antiguo Testamento. Sin embargo, la muerte no lo pudo retener. Porque resucitó para nuestra justificación. Esta es la prueba de que su salvación es real. Por eso hoy es posible tener paz con Dios, y libre acceso a su gracia. Él se hizo a si mismo pecado y fue maldito para que fuésemos declarados salvos y justos.

Sí, el cuadro de la cruz no es atrayente. Todos le apartamos la mirada. Pero, la grandeza de la cruz radica en aquello que consiguió. Toda transgresión se desintegra cuando entendemos que por su muerte nuestros pecados son expiados y nuestra culpa quitada.

Ahora tenemos paz con Dios. Todas nuestras ofensas nos han sido perdonadas. Se acabó nuestra lucha con Dios. Esta es una paz conseguida en el espacio y el tiempo, pero de consecuencias eternas.

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Isaías 53:4

4.¿A quién iremos con nuestras aflicciones, nuestras enfermedades y dolores? Jesús sufrió lo indecible por amor a nosotros. Y con todo ello, no entendimos. Lo tomamos como un pobre desgraciado. Alguien que cayó en las manos de un Dios injusto. O un buen hombre que cayó como tantos otros en manos de los hombres. Y, aun así, pasamos de largo y seguimos por nuestro camino.

El juicio de Dios se avecina porque, a lo largo de la historia, Dios nunca ha pasado por alto la maldad y la injusticia humana. Sólo hay una manera de escapar a la ira de Dios: Creer en aquel que llevó nuestra culpa clavada en la cruz. Porque Jesús aguantó voluntariamente y sin rechistar nuestros golpes, torturas, y vejaciones sólo por amor a nosotros y en obediencia al Padre. Porque son nuestras transgresiones las que le hieren, y nuestras iniquidades las que lo muelen. Él sufrió el castigo que merece nuestra paz. Todos nos descarriamos como ovejas, cada uno siguió su propio camino. Toda la ira que Dios tenía reservada para nosotros la arrojó contra su propio hijo. Tal sacrificio no fue en vano. Dios quedó plenamente satisfecho con él. Y no sólo esto. Dios le concedió la victoria sobre la muerte, y hoy es el sumo sacerdote que intercede delante del Padre por sus redimidos.

Aparentemente, la muerte del Señor fue una derrota. Aún muchos pensaron que merecía lo que le estaba pasando. Pero, su posterior resurrección indica todo lo contrario. En la cruz queda inaugurado un periodo de salvación y esperanza. Los brazos de Jesús se abren para recibir a todo aquel que, arrepentido, creé en Él. Pero también abre un periodo de incertidumbre y de juicio para este mundo. Los tiempos irán de mal en peor hasta la consumación de los tiempos cuando por fin Cristo vuelva. Y sabemos que a su venida precederán periodos de guerras, hambrunas y calamidades.

Dios transformó la “derrota” de la cruz en el mayor acto de amor en favor del hombre de la historia. Allí estaba el Hijo de Dios tomando nuestro pecado y sanando nuestras enfermedades. Jesús no vino a ser servido, sino a servirnos a todos, y a darnos ejemplo. Ninguno de sus discípulos estuvo a la altura de las circunstancias. Todos flaquearon, y no supieron estar firmes en los momentos de mayor trascendencia. Jesús tuvo que soportar y llevar sobre él toda nuestra miseria. La justa ira de Dios cayó sobre Él sin contemplaciones. Soportó las torturas, la ignominia y las burlas de los hombres sólo por amor a nosotros.

Jesús fue tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Fue probado al extremo, pero el adversario no consiguió doblarlo. Él no sólo nos salvó, también nos proveyó para que pudiéramos luchar contra toda tentación. Rió y lloró con nosotros. En definitiva, experimentó la vida tal y como la vivimos hoy nosotros.

Tal es nuestra maldad, que fuimos capaces de tergiversar la misma ley que Él compuso para preservar la vida para darle muerte. Sin embargo, lo que realmente ocurrió, fue que Él tomó la maldición que dictaba esa misma ley en contra nuestra y la cargó en la cruz. Par poder expiar nuestro pecado debía ser igual que nosotros. Por eso puede socorrernos en toda tentación. Su resurrección y su próxima venida son las gloriosas esperanzas de aquellos que hemos muerto con Jesús en esa ignominiosa cruz.

La debilidad, el sufrimiento, y la deshonra que sufrió Cristo no fue gratuita. Hubo un motivo de peso: Hacer suyos nuestros pecados. Él es también nuestro sanador, aquel que nos cura tanto física como espiritualmente, porque la condición humana es débil y proclive al sufrimiento.

Muchas conjeturas se sacan hoy en día acerca de Jesús. Son pocos los que entienden que, en realidad, Jesucristo moría en la Cruz por nuestros pecados. Aun los que le veían morir pensaban que, en realidad, lo merecía. Hasta aquí puede llegar nuestra ingratitud ¿por qué muere Jesús en la cruz? Esta es una pregunta vital que todos deberemos responder ¿A quién juzga Dios, a él o a nosotros?

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Isaías 53:3

3. Si alguien ha sufrido el desprecio y el rechazo en este mundo ha sido el Señor Jesús. Él no sólo nos creó, también nos hizo a su imagen y semejanza, aun así, fuimos nosotros quienes le rechazamos. El pecado no tiene otro culpable que el hombre.

Nadie como Jesús conoce lo que es el sufrimiento. Su dolor no fue esporádico sino frecuente. Nadie como él ha empatizado con los que sufren. Todos huimos del dolor, pero Jesucristo se entregó a él como nadie lo ha hecho. Pero, sólo lo hizo por amor a nosotros. Para hacer suyos nuestra culpa y nuestro pecado.

Como cuando evitamos mirar una operación quirúrgica, o alguien a quien están torturando. Así, pasamos de largo sin prestar mayor al Jesús del madero. Nadie ha podido sufrir mayor menosprecio, porque Él no sólo es hombre, también es Dios mismo. Por lo tanto, nuestra ofensa es de dimensiones cósmicas.

La cruz pone en evidencia la maldad humana, en ella el Señor aguantó todo lo que sólo nosotros merecemos. Nos preocupamos mucho por los tiempos difíciles, pero deberíamos tener más cura de los fáciles. Porque es en la abundancia cuando nos empoderamos y tendemos a abandonarle y a desdeñar el Evangelio.

En el mundo hay muchas injusticias, las ha habido y las habrá. Pero, nada iguala al escarnio, la soledad y el dolor que tuvo que pasar nuestro Señor. Fue torturado, vejado e insultado como nadie. Pero la piedra que desecharon los constructores ha venido a ser la piedra angular. A pesar de todo, el Señor nunca dejó de poner su esperanza en su Padre. Allí estaba llevando nuestros pecados, sufriendo nuestra maldad, llevando todas nuestras miserias. Pero, su dolor no fue en vano, el día de la vindicación terminó llegando. Porque hoy está sentado a la diestra del Padre. Y pronto vendrá el día en que toda rodilla se doble delante de Él.

Muchos no entendieron a Jesús. Ni tan solo su propia familia, porque, en algún momento, pensaron incluso que había perdido el juicio. Fue piedra de tropiezo para muchos. Sabiendo que era hijo de José y María, y que tenía hermanos y hermanas, no entendían todo lo que afirmaba acerca de sí mismo.

Las palabras del profeta nos acercan a los sufrimientos de la pasión. Las terribles angustias que le sobrevinieron, las torturas que le hicieron. Y lo que es peor, el rechazo por parte de todos. Porque no le quisieron ni como profeta ni como rey. Prefiriendo las enseñanzas de los fariseos a las suyas escogieron a Barrabás, un asesino, antes que a Él.

Habiendo creado el mundo, este le dio la espalda. Su pueblo elegido tampoco le quiso, es más, lo mató porque no podían soportar lo que afirmaba de sí mismo. Aquellos que más debían saber de él, los estudiosos de las Escrituras, en este caso los fariseos, no supieron reconocerle. Afirmaban que ningún profeta podía venir de Galilea. Llegaron a decir de Él que era samaritano (impuro), incluso que estaba poseído por un demonio. Pensaban que era un hombre pecador simplemente porque ejercía la misericordia en sábado. Y lo tildaron hasta de loco.

Pero, quizá uno de los aspectos que más llama la atención de este pasaje es la humanidad de Jesús. Se nos dice que experimentó el dolor y el sufrimiento. El texto bíblico no esconde que Jesús era un hombre que lloraba. Un hombre pacífico que no era atractivo para las multitudes, siempre más proclives a los hombres poderosos en términos mundanos.

La Escritura deja claro que a Jesús sólo se le reconoce por la intervención del Espíritu Santo. Sólo Él nos puede dar a conocer la verdad, pero es tarea nuestra abrazarla o resistirla. El Evangelio dinamita nuestros cimientos, aquello en lo que descansa nuestra existencia. Es por ello, por lo que este siempre levanta oposición, porque todos hemos fabricado chabolas de mentira que nos hacen sentir protegidos. El Pueblo de Israel, y en especial su clase religiosa, siempre se opuso a la verdad. Todos aquellos profetas que hablaron claramente del Mesías fueron perseguidos

Pero Jesús ha venido a traernos libertad. A libertarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte. Hoy, Jesús, como Sumo Sacerdote, puede simpatizar con cada uno de nosotros, porque conoce la debilidad humana, porque fue tentado al igual que nosotros, aunque sin haber caído ni una sola vez en el pecado.

Por su humildad, reverencia y sujeción al Padre, Jesús fue escuchado en sus oraciones. Fue mediante el sufrimiento y el dolor que Jesús no sólo nos salvó, también puso en nosotros la fe que hoy tenemos y continúa perfeccionándola mientras está sentado a la diestra del Padre. Toda la hostilidad que él sufrió fue para que hoy nosotros fuésemos fortalecidos y motivados.

A menudo pasamos por alto que Jesús fue un hombre, no experimentado en placeres, sino en aflicción. El verbo utilizado para referirse al dolor no sólo indicaba la presencia de dolor físico, sino también de dolor psíquico o emocional.

No significa que no disfrutara también de los buenos momentos que da la vida, y que no gozara de la alegría y el deleite. Sólo que él conoce el dolor mejor que nadie, y justamente por ello es capaz de acompañarnos y consolarnos en cualquier situación.

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