Génesis 8:20-22

Noé ofrece sacrificios. Dios promete que no volverá a destruir toda criatura.

(20-22) Después de lo ocurrido, Noé se ve impelido a hacer lo correcto: Adorar a Dios, y ofrendar sacrificios de gratitud y alabanza. Qué menos, después de haber sido partícipe de las promesas de Dios, y de haber recibido una salvación tan grande. La nueva humanidad no podía empezar de mejor manera. Porque no hay nada más importante en la vida que agradar a Dios mediante sacrificios de acción de gracias.  Uno no puede edificar este altar sin antes haber experimentado al Señor en su diario caminar. Porque la adoración siempre es algo personal que nace de lo más profundo del corazón. Si de veras queremos crecer en nuestra relación con el Señor, debemos poner siempre la adoración a su persona en primer lugar.

El Sacrificio de Noé sube como aroma agradable a Dios. Un “dulce sabor” o, más literalmente, “un olor gratificante” (un término que aparece en Lev. 1:9, 13, 17; 2:2, 9; 3:5, 16, donde se habla de ofrendas voluntarias de consagración). En definitiva, es una forma figurada de decir que Dios se agradó de la actitud de Noé. Por lo tanto, hay adoración que a Dios le deleita, y otra que le resulta indiferente, o incluso repulsiva. El libro de Efesios (5:2) nos dice que la adoración agradable a Dios siempre está ligada a “andar en amor”, siguiendo el ejemplo del Señor Jesucristo y su sacrificio por nosotros. En Filipenses (4:18) volvemos a encontrar este fragante aroma en el sostenimiento que recibía Pablo de Epafrodito.

Pero, si el sacrificio de alabanza de Noé resultó sumamente aromático al Señor fue, sin duda, porque era figura del sacrificio que había de cumplirse en Jesucristo muchos años después. Sin duda Dios percibió en aquel momento el gozo de la salvación del hombre, y el camino de redención y esperanza que seguía abriéndose camino.

De hecho, el agradable aroma movió a Dios a establecer el primer pacto de una sucesión de ellos que iremos viendo a lo largo de la Escritura. Porque Dios pacta con aquellas personas que ama. Notemos que, mientras que otros pactos en la Biblia se aplican en concreto a los israelitas, éste abarca toda criatura viviente.

Aunque seguimos llevando la imagen y semejanza de Dios, y seguimos siendo de incalculable valor para Él, el texto deja claro que aún no se ha erradicado la maldad del corazón humano, el diagnóstico del Señor es claro: Los pensamientos del corazón del hombre siguen siendo malvados desde temprana edad. Tal y como dice el salmista: “en pecado me concibió mi madre”.

Por otro lado, Dios no está revertiendo la maldición que pesa sobre la Tierra, aquella que recibió Adán. Sólo está declarando que no volverá a hacer pasar la creación entera por otro “mal trago” semejante al Diluvio. Pero, esto no significa que Dios no vaya a seguir juzgando al ser humano conforme a sus obras. Sin embargo, Dios mismo deja entrever que llegará un día en que la humanidad volverá a vivir sin pecado en un futuro Reino.

En esta nueva etapa, Dios establece también un nuevo patrón que regirá el clima de la Tierra: El invierno y el verano. Habrá un tiempo para la siembra, y otro para la cosecha. Ahora, las temperaturas serán más dispares. Habrá climas duros de sobrellevar. Pero, las palabras del Señor también nos recuerdan que, pase lo que pase, todo está bajo su control, nada ocurre por casualidad, y siempre podemos fiarnos de su Palabra. Ahora, el calendario de Dios, y su plan de salvación eterna seguirán cumpliéndose a través de los días y sus respectivas noches. La promesa de no volver a juzgar la humanidad con otro diluvio va acompañada de la esperanza de su provisión. Enseguida la humanidad verá de cerca la implicación de Dios para resolver el problema del pecado. Pronto le veremos actuando según su hoja de ruta en la Torre de Babel, o en el llamamiento de Abraham. La redención del hombre está en camino.

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Mateo 3:7-8

7-8. Siempre ha habido impostores entre el pueblo de Dios. Gente ambiciosa que ha instrumentalizado la fe con engaño para manipular y ejercer dominio sobre sus prosélitos. Estos son personajes depredadores por naturaleza, cuya motivación es su estómago, y cuyo hábitat es una petulante religiosidad.

Fariseos y saduceos pertenecían a la caterva religiosa de la época. Los fariseos eran un grupo separatista muy focalizado en la ley y su interpretación. Se veían a sí mismos como guardianes tanto de la ley de Moisés como de la «tradición no escrita de los ancianos» (Codificada en la Mishná y el Talmud). Los saduceos, sin embargo, profesaban una fe más orientada a la política. Manifiestas eran sus discrepancias teológicas con los fariseos al negar la resurrección, y la existencia de los ángeles incluso de los espíritus (Hechos 23:8).

Así que, allí estaban ambas facciones husmeando, atraídos sin duda por el gran éxito de aquel Juan que cautivaba multitudes haciéndolas bajar a las aguas del bautismo del arrepentimiento.

Uno de los mayores peligros de la fe es pensar que esta es un fin en sí mismo. Hay personas que consideran el ser religioso un estatus de superioridad moral porque, en definitiva, tienen una concepción totalitaria de la fe. El mensaje viene a ser: “Es más importante ser religioso que la regeneración de la vida por fe con todo lo que conlleva”.

Lamentablemente, estas personas no tienen interés alguno en transformar su propio corazón, prefieren vestirlo de religiosidad, y dan por sentado que de eso se trata. Aquellos Fariseos y Saduceos, representantes del Sanedrín, no pensaban, ni por asomo, que su primera necesidad era el arrepentimiento. Sin embargo, el mensaje de Juan era de una claridad diáfana: Ante la inminente llegada del Mesías sólo hay dos opciones: Arrepentimiento o juicio.

Juan el Bautista, cargado de ironía, no se muerde la lengua cuando los ve tratando de colarse por la puerta de atrás. Los tilda de generación de víboras. Porque es obvio que forman parte de un colectivo de manifiesta complicidad cuya simbiosis los aglutinaba, sostenía y motivaba.

El profeta también pone en evidencia que, en realidad, todo ese camuflaje de piedad no es más que otra forma de huir la ira de Dios. Porque tarde o temprano tendrán que lidiar con ella.

Juan el Bautista se aferra a la tradición profética como hicieron sus antecesores, una tradición en la cual el Día del Señor depara más oscuridad que luz a todos aquellos que dan por sentado que no pecan (Amos 2:4-8; 6:1-7). Por otro lado, el término “Generación de víboras” también es heredado, en este caso del profeta Isaías (Isaías 14:29; 30:6).

Pero, notemos que Juan en ningún momento cierra la puerta de la salvación a aquella “generación de víboras”. Su intención es, más bien, hacerles ver que necesitan del arrepentimiento igual que los demás, y con este, sus frutos, porque si no hay evidencia de arrepentimiento, este, simplemente, no existe. Nuestro estilo de vida debe ir acorde con nuestra profesión verbal. Craso error pensar que Dios concede “bulas” como hacían los Papas antaño. El colectivo evangélico hoy parece concederse ciertas “bulas” o “licencias” escudándose en una supuesta gracia divina. En muchos círculos damos licencias a la avaricia, la mentira, el odio e incluso la promiscuidad, escudándonos en una supuesta “gracia” que lo perdona todo. Pero, no nos engañemos, hoy el mensaje del Reino de los Cielos, y el de Juan el Bautista siguen siendo el mismo: ¿Arrepentidos? ¡Dad frutos de arrepentimiento!

El arrepentimiento denota un cambio radical tras sustituir el pecado por una nueva forma de vida acorde a la voluntad de Dios. Pedro reprende a Simón el hechicero en Hechos 8:22, con un «Arrepiéntete de tu maldad.» El verdadero arrepentimiento es confirmado por las obras y una vida fecunda (Mt 3, 8; Hechos 26, 20). Pablo expresa una profunda inquietud por aquellos que aun siendo parte de la iglesia corintia aún no se han arrepentido de sus antiguos pecados (2 Co 12:21). En el libro de Apocalipsis, son los que rehúsan arrepentirse y dar gloria a Dios los que sufren la plaga de fuego (Apocalipsis 16:9).

El arrepentimiento es la respuesta apropiada a la demanda de la inminente llegada del Reino de Dios. Juan el Bautista insta a la gente a «arrepentirse porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 3, 2). Después de anunciar la llegada del Reino, Jesús clama: «Arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc 1, 15). La predicación apostólica que hallamos en el libro de Hechos insta a la gente al arrepentimiento como respuesta a la muerte y resurrección de Jesús, y lo asocia a su vez con el sacramento del bautismo (Hechos 2:38).

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Génesis 8:13-19

13-91 Al recibir la órden Noé abandona el arca.

Si queremos ver bien cómo son las cosas horizontalmente lo mejor que podemos hacer es, paradójicamente, dirigir la mirada hacia el Cielo. Para ello, Noé tuvo que, literalmente, remover una parte de la cubierta del barco. Tuvo que dar ese paso de fe en el que siempre hay que perder algo para ganar algo mejor. Por fin, llegó el momento de contemplar la promesa de Dios. Sus ojos, finalmente, verían cómo iba tomando forma la nueva Creación de Dios.

Cuántas veces impedimos el avance del Reino de los Cielos sólo porque no nos decidimos a romper aquello que, aun estando a oscuras, nos da seguridad. La oración, sin duda, tiene un papel crucial para dar el paso de salir a la luz. Porque, por ella, Dios no sólo nos provee, también vamos siendo transformados, y nuestros ojos son abiertos para ver la portentosa obra de Dios, aquella que anuncia su Palabra.

El texto recoge la edad de Noé, poniendo así fecha a este nuevo comienzo. La fórmula: “El día primero del mes primero” sugiere un nuevo comienzo. El día 27 del mes segundo (para los hebreos el mes empezaba con la luna nueva), después de más de un año solar metidos en el arca, la tierra ya estaba lo suficientemente seca como para habitarla. Llegó el momento en que la voz de Dios ordena a pasajeros y tripulación el abandono del Arca. La Salvación provista fue una salvación completa. El Señor selló la puerta de la nave, y el Señor la volvió a abrir. No hizo falta que Noé añadiese o quitase nada al plan de Dios.

Ahora, todo apunta a un nuevo comienzo. Las aguas se recogen como al principio. Todos los animales, cada uno y según su especie, deberán salir del arca y repoblar la Tierra. Todos son criaturas de Dios, ninguno es desechado, y todos se reproducirán como al comienzo siguiendo el mandato divino. Hay un claro contraste entre la situación previa al Diluvio en que la violencia y la muerte campaban a sus anchas por la Tierra, y este momento en que la vida vuelve a brotar por todas partes. Ahora, el barco ya es historia, porque algo totalmente nuevo está a punto de empezar.

En este nuevo episodio de la historia, Noé y los animales se enfrentarán a un mundo nuevo donde la longevidad va a verse drásticamente reducida; además, ahora la tierra va a estar sujeta a tormentas, sequías, inundaciones y, en definitiva, climas más severos, con calor abrasador, frío gélido, movimientos sísmicos y otros desastres naturales.

Existe cierto paralelismo entre la imagen de Dios llamando a Noé a salir del arca (8:15-20) y el llamado a Abraham a salir de Ur de los Caldeos (12:1-7). Tanto Noé como Abraham representan nuevos comienzos. Ambos recibieron la promesa de bendición de Dios y el don de su pacto.

Puesto que el diluvio es figura del bautismo cristiano (1 Pedro 3:20 – 21), la salida de Noé y de su familia del arca puede considerarse, metafóricamente hablando, como el salir de las aguas de la muerte y el entrar a una vida nueva. Ahora son figura de la nueva humanidad, aquella que prevalece sobre el mal y que volvemos a ver en el libro de Apocalipsis (21:7).

Noé es uno de los héroes de fe recogidos en la Carta a los hebreos capítulo 11. Tuvo fe para caminar con Dios mientras sus contemporáneos le ignoraban y menospreciaban. Tuvo fe para trabajar para Dios y dar testimonio de Él cuando la oposición a la verdad era generalizada. Cuando se trata de la fe que salva, cada uno de nosotros debe confiar en Jesucristo personalmente; no podemos ser salvos por la fe de otro. La esposa de Noé, sus tres hijos, y sus tres nueras también eran creyentes; dieron prueba de ello tanto apoyando a Noé mientras trabajaba y daba testimonio, como luego entrando en el Arca en obediencia al Señor.

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Mateo 3:4-6

4-6. Juan era, desde luego, un extravagante. No se podía pasar por alto su forma de vivir, comer o vestir. Sin duda, era un excéntrico, aunque en las Escrituras no es el único. Otros profetas, como Elías, también habían vestido anteriormente con piel de camello y cinto de cuero. Comer langostas silvestres entre aquellos que vivían en el desierto.

Así que, tanto Elías como Juan el Bautista tuvieron ministerios marcados por la austeridad en los que una vestimenta y una dieta austera enfatizaban su mensaje de condena a la idolatría y a la permisividad tanto física como espiritual de la época.

El mensaje que transmitía Juan era algo así como: “No des por sentado que tu forma de vivir agrada a Dios”. Sólo por que seas convencional, y te ajustas a los clichés de tu comunidad religiosa no eres más aceptable delante de Dios que otros. La sencillez de su vestimenta y lo rudimentario de su comida eran una forma de protesta contra la autoindulgencia y la injustica imperante de la época.

El mensaje de Juan era atrayente. Parece que el efecto de su palabra y carisma calaron hondo entre sus contemporáneos. Allí en el desierto, fuera de las sociedades que los acogían y encorsetaban, podían escuchar sin prejuicios ni distracciones. Según nos cuenta Mateo, el impacto fue mayúsculo a juzgar por el alcance del ministerio.

Muchos buscan diversas puertas de entrada al Reino de Dios, pero sólo hay una: La confesión de pecados y el arrepentimiento. Es lo que el Señor anhela ver en nuestros corazones. Proverbios nos dice que el que encubre su pecado no prosperará, y que la confesión y el arrepentimiento son la única forma de alcanzar misericordia. O tal como nos dirá más adelante el apóstol Juan: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad.

La confesión de pecado formaba parte de la Ley. No sólo era tarea de los sacerdotes (Lev 16:21), también era un mandamiento que debía cumplir todo israelita (Lev 5:5; 26:40; Núm. 5:6-7). Era una responsabilidad personal que nadie podía eludir. Porque nadie queda exento de cometer errores. En los mejores días de Israel la confesión y el arrepentimiento eran una práctica habitual. El Nuevo Testamento tampoco le resta importancia. Vemos como Juan insta a la gente a prepararse para la venida del Mesías mediante el arrepentimiento, y el bautismo. Huelga decir que el arrepentimiento siempre conlleva una firme voluntad de abandonar el pecado.

El verbo utilizado en el original griego (yādâ) para referirse a la confesión también significa “alabanza”. Implica tanto dar, como reconocer. Cuando llegue el día en que toda lengua “confiese” que Jesucristo es el Señor, la humanidad entera le estará adorando. Algo que nos habla acerca de cuál es la verdadera naturaleza de la adoración: Un corazón contrito y humillado.

Así que, para alcanzar el favor de Dios no es necesario ningún sacrificio en concreto, ni tampoco ningún ritual, no necesitamos demostrar nada a Dios. Él sólo espera un corazón quebrantado que busca el perdón y la ayuda de Dios para creer y no pecar más. Para alcanzar este perdón, el bautismo simboliza el sacrificio del cordero de Dios que quita el pecado del mundo. En la inmersión morimos con él, y emergiendo de las aguas resucitamos y vivimos con él. El bautismo era un rito que se practicaba con todos aquellos que se convertían al judaísmo, así que el mensaje que transmitía Juan no era otro que el de la necesidad de empezar de nuevo. Era necesario “convertirse” de nuevo. Porque esto es el bautismo: Empezar de 0. Juan llamaba a sus contemporáneos a volver al pacto y al Dios que habían abandonado.

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Mateo 3:3

3. Una vez más, el desierto es el altavoz de Dios. Antaño lo fue para Moisés, y en este episodio lo es para Juan el Bautista. En tan árido entorno, ambos siervos de Dios fueron sus portavoces escogidos.  

Los cuatro evangelios citan Isaías 40:3 para referirse a Juan el Bautista. Mateo sitúa entonces el profeta del desierto en un marco escatológico, y de cumplimiento profético relacionándolo con aquel que anunciaron tanto Isaías como el profeta Malaquías (Mal. 3:1). Su aparición resuena en las profecías judías que proclamaban el regreso de Elías para disponer el camino por el cual llegaría la retribución de Dios.  

Del mismo modo que los caminos eran reparados, alisados, enderezados y nivelados antes de que llegara un rey, Juan disponía de una calzada espiritual para recibir el Mesías. Justo lo que también hizo el profeta Isaías ante la necesidad de preparar una vía de regreso del cautiverio a su patria para los exiliados judíos. 

La noticia que proclama Juan el Bautista viene acompañada de un aire de premura. Esta vez no es un susurro al oído, si no un grito en medio de la soledad que demanda toda nuestra atención. De hecho, es un imperativo: “Preparad el camino del Señor, y haced derechas sus sendas”, que viene a ser lo mismo.  

Jesús mismo llegó a afirmar que este Juan era su predecesor. El mensajero que anuncia su llegada, y que irá con el espíritu y el poder de Elías para ser instrumento reconciliador, de guía, sabiduría, y justicia; con el propósito de dejar un pueblo preparado y dispuesto para recibir al Señor. Ecos de una misión que hoy tiene la iglesia respecto la segunda venida de Cristo. 

El mandato resulta un tanto paradójico. Es obvio que los caminos del Señor son rectos de por sí, y que han sido dispuestos por él desde antes de la fundación del mundo. Por lo tanto, esto no puede ser otra cosa que una apelación a nuestra responsabilidad de andar por ellos, y hacer notorio que nuestros pies llevan el polvo de las suelas de nuestro maestro. Es, de hecho, todo un desafío que interpela a todo aquel que dice llevar su nombre. 

Así que, el camino del Señor que se está «enderezando» (expresión metafórica que se usa en la construcción de caminos para referirse al arrepentimiento) en Mateo 3 es el camino de Jesús. Identificar al Señor con Jesús ocurre con frecuencia en el NT (ej.: Ex 13:21 y 1Co 10:4; Isa 6:1 y Ju 12:41). Para el apóstol Pablo la roca de la cual brotó agua en el éxodo es Cristo, y para el apóstol Juan, Jesús es el Señor excelso y sublime sentado en su trono de gloria que cita el profeta Isaías. 

Por lo tanto, Mateo confirma, sin lugar a dudas, que el Reino de Dios y el Reino de Jesús son lo mismo, validando así la deidad de Jesús. Juan el Bautista es el último eco profético que recorre todo el Antiguo Testamento anunciando la llegada de uno que es más grande que todos, alguien a quien haremos bien en seguir. 

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Mateo 3:1-2

1-2. Aquí tenemos a Juan el Bautista, el predecesor de Jesús. Hijo del sacerdote Zacarías y Elizabeth su mujer, pronto le fue designado el sobrenombre de “el Bautista”, porque el bautismo fue lo que más le caracterizó a lo largo de su ministerio.

Aunque parece ser que vivía por la zona. El hecho que “llegara” da a entender que también fue enviado. Por la referencia a “aquellos días” vemos también que el autor se está refiriendo a momento específico de la historia que los receptores del texto conocían. Porque Dios envía sus portavoces donde quiere y cuando quiere.

Sin duda, llama la atención no tanto lo que vino a hacer, predicar, sino dónde. Nada más y nada menos que al desierto de Judea. Una zona que se extendía unos 32 kilómetros desde la meseta de Jerusalén-Belén hasta el río Jordán y el Mar Muerto. Ningún asesor de comunicación e imagen utilizaría tan desolado paraje para promocionar a nadie. Sin embargo, este fue el plan de Dios para Juan. Y Juan acudió, sabiendo que Dios era poderoso para atraer, incluso al desierto, a todos aquellos que habían de escuchar el mensaje que le había sido encomendado. Además, para cualquier israelita, el desierto tenía claras connotaciones proféticas, porque fue en ese ámbito donde fue dada la ley.

El mensaje de Juan empieza con lo que hoy bien podríamos definir como un “Tweet”: “Arrepentíos porque el Reino de los Cielos se ha acercado”. No se puede ser más claro. Arrepentirse o no es lo que justamente va a determinar si vamos a entrar en el Reino de los Cielos o, por el contrario, vamos a tener que enfrentarnos a él y al juicio que conlleva.

El arrepentimiento no es un mero cambio de opinión, sino un cambio de vida radical que comprende, inevitablemente, abandonar el pecado y dar un giro de 180 grados para volver a Dios. Se trata de un cambio integral en que se ven afectadas nuestra mente y nuestras acciones, y que conlleva, irremediablemente, visos de dolor. Por supuesto, para arrepentirse, primero hay que asumir que nuestras obras son fundamentalmente erróneas, y segundo, que andamos perdidos y sin rumbo. Paradójicamente, es a los líderes religiosos de su tiempo a quienes Juan reclama, con especial vehemencia, este arrepentimiento (3:7-8).

Reino de los cielos. Esta expresión la encontramos sólo en Mateo, donde aparece 33 veces. Marcos y Lucas se refieren al mismo Reino como el «Reino de Dios», un término que Mateo sólo usa cuatro veces. La explicación más plausible es que Mateo evita mencionar el «reino de Dios» para evitar ofender innecesariamente a algunos judíos que fueran a leer su carta, ya que era habitual entre los hebreos utilizar “cielo” como circunloquio para referirse a Dios (Da 4:26) y así evitar pronunciar el nombre de Dios en vano. Pero, Mateo también puede estar anticipando sutilmente la extensión de la autoridad de Cristo después de la resurrección: O sea, la soberanía de Dios tanto en el cielo como en la tierra ejercida por él mismo (28:18).

El Reino que predicaba Juan «está cerca». La Edad Mesiánica ya está aquí, es el mismo mensaje que predicaron tanto Jesús (4:17) como sus discípulos (10:7). Según Mateo, el reino vino con Jesús, su predicación y milagros, así como con su muerte y resurrección, pero no será hasta el ocaso de esta era cuando será instaurado completamente.

La terminología que utiliza Juan el Bautista para referirse al Reino, aunque velada, tuvo que despertar una enorme expectación entre sus oyentes (v.5). No podía hablarles abiertamente ya que todo un elenco de expectativas apocalípticas y políticas de aquel entonces hubieran sido campo abonado para la tergiversación del Reino que predicaba. De hecho, incluso Jesús usó, deliberadamente, una terminología velada cuando trataba temas relacionados con él. Además, tal y como anunció el ángel a José, el principal propósito del nacimiento de Jesús fue salvar a su pueblo de sus pecados (1:21), así pues, el primer anuncio del reino se encuentra estrechamente relacionado con el arrepentimiento y la confesión de pecado (3:6). Temas que se entrelazan constantemente en el libro de Mateo.

El Reino de Dios/Cielos, pues, tiene su origen en Jesús mismo. Y viene a ser el establecimiento del gobierno de Dios en los corazones y las vidas de su pueblo, la victoria sobre todas las fuerzas del mal, la erradicación del mundo de todas las consecuencias del pecado -incluyendo la muerte y todo aquello que hace languidecer la vida- así como la creación de un nuevo orden mundial de justicia y paz. Todo el AT respira la creciente expectativa de una visita divina que establecerá la justicia, erradicará la opresión y traerá la renovación del mismísimo universo.

 La idea del reino de Dios es central en la enseñanza de Jesús y se menciona 50 veces solo en Mateo. Queda pues claro que el Reino de Dios se ha acercado, y su presencia y poder ya se pueden experimentar.

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Isaías 53:12

Para llevar a cabo su obra, Jesús tuvo que ser contado entre los malhechores. Tuvo que ponerse en nuestro lugar. Y tuvo que humillarse haciéndose el más pequeño de los hombres siendo Él Dios todo poderoso. Nadie le obligó, sino que lo hizo voluntariamente. Después de hacer suyo todo nuestro pecado la muerte no lo pudo retener. Y ahora, habiendo herido de muerte “la muerte”, aquellos que hemos puesto nuestra esperanza en Él esperamos el día de su venida y de nuestra resurrección. Mientras tanto, por sus heridas somos sanados, y por ellas morimos al pecado y vivimos a la justicia. Porque ahora. también hemos sido hechos siervos del gran Rey.

Como resultado de su portentosa obra. Dios ha puesto a Jesús por encima de todo dominio y toda potestad. Esta es la idea de “repartir despojos”, algo que sólo podían hacer los reyes. Ha conseguido arruinar la obra del Diablo, que no ha logrado su propósito sino justo lo contrario. Por la muerte de Jesús vino también su resurrección. Y ahora, un hombre como nosotros está sentado a la diestra del Padre.

Su sacrificio fue absoluto. Su vida fue derramada hasta la muerte. Llevó consigo toda la perversión, toda la maldad, y todo el pecado que tanto corrompe el corazón humano. Efectivamente, fue contado entre la peor calaña de este mundo porque hizo suyo nuestro pecado. Sus oraciones tuvieron su respuesta y Dios escuchó su clamor por ti, y por mí. Cuán agradecidos deberíamos estar por ello.

Toda la riqueza que Jesús ganó en la cruz es inagotable. La sabiduría y el conocimiento adquiridos son maravillosos. Todas las naciones querrán en un futuro escucharle y aprender de su consejo. Porque el deseo de Jesús es compartir sus dones con todos, pero para ello es necesario que caigamos rendidos a sus pies. Su vida fue derramada para que hoy podamos tomar de ella y ser transformados. Porque aquel que escucha a Jesús no puede evitar contagiarse de su gozo.

Desde que Jesucristo subió a los cielos no ha cesado un minuto en su labor de crear un solo pueblo. Porque la cruz tiene un magnetismo inevitable. Nos une irremediablemente. De todo linaje y nación está formando una familia en la que todos somos hermanos. Porque compartimos la salvación de una misma sangre. El resultado de su sufrimiento y su muerte en la cruz ha sido que hoy, sus redimidos, podemos llamarnos hermanos, habiendo recibido de él la dádiva de la vida eterna, y la esperanza de una nueva vida ya sin pecado. Este fue el resultado de su humillación, su obediencia, y su muerte en la cruz.

Pero no nos engañemos, la vida que nos ofrece Jesús fue la que él mismo vivió. Aquella por la cual venció. Una vida de entrega, sacrificio y servicio. Así que, si las oraciones de Jesús fueron contestadas mientras estuvo con nosotros, también lo serán las nuestras. Nunca dejemos de orar, porque no hay otra posibilidad de que su obra siga adelante. No hay otro nombre dado a los hombres en que podamos ser salvos. Sin Jesús no hay Evangelio. Si Jesús no hubiese rogado: “Padre, perdónalos”, Dios no lo hubiera hecho.

Así que, no perdamos el tiempo. Jesús puede salvarnos si nos acercamos a Dios a través de Él. Nos dice la Escritura que su intercesión al Padre por nosotros es continua. Y sabemos que Dios a Él sí le escucha. Jesucristo nos va a acompañar eternamente, por lo tanto, el pecado ya no se enseñoreará de nosotros nunca más. Ahora, en el mundo encontramos aflicción, pero tenemos con quien enfrentarla, a aquel que lo ha vencido. Su Reino ya ha sido inaugurado, aunque no haya sido aun plenamente establecido. Pero, ese día está cada vez más cerca ¡Cuán insondables son las riquezas de su gracia!

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Isaías 53:11

Grande fue el precio que tuvo que pagar el siervo de Dios. Fue afligido sobremanera porque nadie ha soportado nunca una carga tan grande. Pero obedecer a Dios, por duro que sea, nunca es en vano. El fruto de su angustia mereció la pena con creces.

El siervo de Dios aprendió obediencia mediante el sufrimiento. Al ocupar nuestro lugar en la Cruz, ha experimentado en sus propias carnes el pecado de la humanidad entera, aun siendo él santo y sin mancha. Ha conocido de primera mano la vida tal y como la experimentamos nosotros, en especial la vida de los más humildes. Conoce las dificultades que enfrentamos a diario, sufrió el rechazo de la sociedad, o incluso la persecución.

Por eso, ahora está en disposición de juzgarnos y perdonarnos a la vez. Porque ha demostrado su justicia, su honestidad, su inocencia, su sacrificio y obediencia. Por eso nos puede declarar justos, y sin mancha. Después de haber cargado con nuestra maldad, nuestro pecado, nuestra iniquidad, nuestra culpa.

En este versículo también avistamos la Resurrección. El fruto de la cruz. Su victoria sobre el pecado y la muerte. El mismo poder que lo sostuvo y lo mantuvo sin pecado mientras anduvo entre nosotros fue el que lo levantó de entre los muertos. Por fin un sacrificio expiatorio que satisface a Dios. Todos los demás fueron copias a escala que terminaron por hastiar a Dios a causa de la hipocresía de aquellos que los llevaban a cabo.

Sólo Jesucristo tiene el verdadero conocimiento, no sólo acerca del hombre, también de Dios y de la vida. Porque nadie conoce al Padre sino el Hijo. Por lo tanto, sólo podemos llegar al Padre mediante Jesucristo. Su pueblo podía tener mucho conocimiento acerca de la ley, los profetas o las tradiciones, pero no conocía a su Dios. Habían entendido apenas nada. Porque la verdad sólo nos puede venir de Él. El Conocimiento de Dios no se “compra” con esfuerzo, sólo nos puede venir dado por su soberana voluntad. Hay episodios en la Escritura en que es Dios mismo quien, premeditadamente, priva a su pueblo de discernimiento a causa de la dureza de su corazón.

No siempre su pueblo ha sabido estar a su altura. En muchas ocasiones el pueblo de Dios ha sido guiado por ciegos ignorantes. “Perros mudos” los llama Isaías, que ni tan solo pueden ladrar porque se pasan el día durmiendo. Porque se puede hablar mucho y no decir una sola palabra que venga de Dios, y uno se puede cubrir con un manto de religiosidad y a su vez vivir totalmente ajeno a la voluntad de Dios.

La promesa que Dios hizo a Abraham ha sido sin duda la que más repercusión ha tenido en su plan de Salvación. Dios mismo habla de Abraham como su amigo. Y por esa amistad, Dios se ha mantenido fiel a lo largo de tantos años, tantas generaciones y tantas vicisitudes.  Por esa amistad, y esta fidelidad, Dios ha tenido muchísima paciencia con un pueblo duro de cerviz como ha sido el Pueblo de Israel. Y a pesar de todo, Dios ha seguido cumpliendo sus propósitos a través de su pueblo. De hecho, de Israel nació el Salvador del hombre.

Pero, ahora Jesús nos es cercano mediante las Escrituras. Ahora somos testigos del siervo de Dios, su escogido. Ya no tenemos escusa, ahora podemos conocer a Dios a través de él.

A Dios sólo se le puede discernir espiritualmente. Las Escrituras nos dicen que el Espíritu de Dios reposaba sobre Jesús. Espíritu de sabiduría e inteligencia, de consejo y de poder, de conocimiento y de temor de Jehová.

Porque Jesucristo nos justifica. Toma nuestra culpa y nuestro pecado y los hace suyos. Sólo por esto nos puede declarar justos. Porque no hay otra forma perdonarnos sin que Dios deje de ser íntegro. Porque, así como por la desobediencia de Adán muchos fuimos constituidos pecadores, por la obediencia de Jesús, muchos también serán constituidos justos.

Él pasó por la oscuridad de este mundo. Sufrió nuestro dolor. Sufrió el asedio de nuestras tinieblas. Pero ellas no pudieron con él. Su luz admirable las venció, resplandeció el nuevo día que la Creación entera anhela. El velo que cubría la luz de su rostro fue para siempre quitado. Su obra fue llevada a cabo y completada a la perfección. Dios quedó plenamente satisfecho con él.

Grande es su conocimiento y sabiduría. A muchos asombrará. Quedarán maravillados de la belleza de su santidad. Porque la humanidad sólo tiene una necesidad. Y es acudir a los pies de Jesús.

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Isaías 53:10

10. El amor de Dios por nosotros excede realmente todo conocimiento ¿Cómo pudo Dios herir a su propio hijo, quien además no conoció pecado, y hacerlo además por amor a nosotros?

Todo el ceremonial del pentateuco apuntaba al sacrificio que debía sustituir todos los demás. El único camino de salvación para el hombre en el que la trinidad en su conjunto se vería involucrada: La cruz.

No será un sacrificio vano. La cruz, como árbol de vida, traerá una amplia descendencia de redimidos que trascenderá el tiempo y cubrirá la redondez de la Tierra.

El siervo sufriente que será sacrificado en ella traerá consigo una nueva vida mediante su resurrección. Con Él la vida cobra su verdadero valor. Porque en él no hay engaño, ni pecado, y la misma muerte no pudo con él.

El siervo sufriente será además instrumento poderoso en manos de Dios. Su voluntad agradará a Dios, y viceversa. Por ello, todo lo que emprenda será bendecido y prosperado sobremanera.

El sacrificio del Señor, pues, no fue un accidente. Fue predeterminado y con pleno conocimiento de Dios. Porque fue voluntad divina en primer lugar. Quienes decidieron darle muerte fueron su propio pueblo, y quienes lo ejecutaron fueron los gentiles. Gente inicua, como tú y yo, acostumbrados a la injusticia y a la perversión de una vida alejada de Dios y centrada en el hombre, y sus ídolos.

En las ofrendas por la culpa, o por el pecado del pentateuco, era necesario realizar una restitución, algo que se llevaba a cabo mediante el sacrificio de un carnero. No era sólo por determinados pecados que se debía ofrecer, sino por cualquier falta de respeto a Dios y todo aquello que Dios a santificado. Porque ninguno de nosotros da la talla delante de Él. Por otro lado, la restitución debía realizarse mediante un animal sano, joven, y sin defecto. Algo que suponía desprenderse de un bien muy preciado.

El resultado de la muerte del Señor no fue su aniquilación, por el contrario, la muerte no le pudo retener. La resurrección fue el fruto de su sacrificio. Hoy el Señor Jesucristo aún vive. Su botín fue la Vida Eterna. Y hoy le ha sido dada autoridad para darla a quien él disponga. Por ello, su descendencia es, en realidad, tan incontable como la arena del mar. Huelga decir que, en aquellos tiempos, dejar descendencia era considerado el mayor de los legados.

El Cristo resucitado ya está en disposición de establecer su Reino. Como un mar rebosante de Paz extenderá su dominio afianzado con derecho y justicia cual no ha habido ni habrá jamás. El Señor no se ha olvidado de nosotros. Todos aquellos que cuestionan la existencia de Dios, o le echan en cara todas las desgracias que ocurren, cubrirán sus rostros avergonzados al descubrir al Dios de los ejércitos. Aquel que tiene todo el poder y es tres veces santo.

La victoria está cantada, por su humillación será exaltado hasta lo sumo. Su gloria será notoria y la creación entera se postrará ante ella. Porque este Jesús es el siervo amado de Dios, su Hijo unigénito, aquel en quien se complace su alma, aquel en quien habita el Espíritu Santo, el Verbo encarnado. A lo largo de toda su vida, Jesús tuvo un entrañable apego con Dios padre. Obedeciéndole hasta el final, les unió un amor recíproco que los acompañó cada minuto de vida hasta la cruz.

En Jesús habita la plenitud de la deidad. Él es el Eterno, que no tiene principio ni fin de días, la misma Palabra de Dios encarnada. El que lo ha creado todo y por el cual todas las cosas subsisten. El Alpha y el Omega de todas las cosas.

Vino claramente con una misión encomendada por el Padre. Y por su obediencia todas las naciones de la Tierra son, han sido y serán bendecidas. Es el Rey de reyes y Señor de señores. Sus dominios abarcan la redondez de la Tierra. Humillará al altivo y exaltará al humilde. Implantará la justicia que tanto necesita la humanidad. Paz y sanidad serán repartidas sin mesura, nunca faltará la alabanza que merece su sagrado nombre. En Jerusalén establecerá su trono y este será el vínculo que unirá por fin todas las naciones.

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Isaías 53:9

Entre malvados fue puesta su tumba, porque ese es nuestro lugar. Entre ricos se dispuso su lugar, no sólo por su condición de Señor y Rey, también porque pagó por todo nuestro bienestar. Asumió la injusticia de nuestro expolio. Él pagó la cuenta.

Sabidos son los métodos que utilizan los seres humanos para enriquecerse: La violencia y/o el engaño. Pero, nada de eso tiene que ver con el siervo sufriente, porque sufrió en sus carnes nuestra vileza, a pesar de ser su camino la verdad y la paz.

Isaías asocia a los ricos con los malvados, como lo hacen muchos otros escritores del AT. Esto es porque adquirieron su riqueza por medios injustos y/o confiaron en su riqueza en lugar de en Dios (ver, por ejemplo, Sal 37:16, 35; Pr 18:23; 28:6,20; Jer 5:26-27; Mic 6:10,12).

La Palabra nos dice que es mejor la pobreza de un justo que la riqueza de muchos malvados. También nos advierte que la riqueza tiende a endurecernos, y a hacernos engreídos, y severos. Por el contrario, la pobreza nos ablanda, nos hace dependientes, nos humilla y nos vuelve condescendientes. La Palabra alaba la honradez, a sabiendas de que esta no nos va a hacer millonarios. Mas condena la perversión tan común en los acaudalados.

Vivimos en un mundo donde prácticamente toda forma de prosperidad pasa por la acumulación de riqueza. Sin embargo, la experiencia demuestra que el dinero no puede darnos la plenitud que tanto anhelamos. Qué duda cabe que la provisión diaria nos da tranquilidad, aun así, sólo hay una bendición que llena: La que viene de lo alto, y se cosecha solamente a través de la fidelidad al único Dios verdadero, padre de toda misericordia.

Lamentablemente, entre el pueblo de Dios siempre ha habido canallas, “cazadores de pájaros” los llama el profeta Jeremías, que con sus trampas atrapan personas. Son seres viles que prosperan y se enriquecen a costa del fraude y el engaño.

Profetas como Miqueas denuncian una y otra vez la iniquidad de su pueblo al enriquecerse mediante el abuso y la argucia.

 Según los Evangelios (Mt 27: 57-60 y paralelos), José de Arimatea, que era un hombre rico, honró a Jesús enterrando su cuerpo en su propia tumba. De este modo transcendió el cumplimiento de la profecía, porque, Jesús nunca fue violenta y en su boca nunca hubo engaño.

Jesús nos enseña que la mentira es un pecado que nace en el corazón, juntamente con el adulterio, la avaricia, la envidia, el orgullo y otros. No fue necesario que Natanael abriese su boca. Tan solo viéndolo acercarse, Jesús afirmó que en él no cabía el engaño. Los apóstoles Pablo y Pedro también incluyen en su lista de “vicios” la mentira (Rom 1:29; 1 Ped. 2:1). En ningún caso pues, el engaño y la mentira tiene justificación. Pablo tiene que convencer a Tesalonicenses y Corintios que él no tiene nada que ver con estas prácticas. Porque embaucadores y falsos maestros ha habido en la iglesia desde el principio.

Las riquezas no son repudiadas en las Escrituras, sólo es condenado el modo en que se obtienen, y las despoja de un valor que no deben tener. José de Arimatea es un buen ejemplo. Fue un seguidor discreto de Jesús, pero finalmente fue movido a honrarle a través de sus muchos bienes. Como dice la canción: “Fue algo tardío, pero fiel”.

Pedro animaba a los creyentes que sufrían injustamente recordándoles que Cristo no cometió pecado ni hubo mentira en sus labios (1Pe 2:22). Porque vivir piadosamente implica soportar la adversidad en un mundo que ama la mentira y adora la violencia.

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