Noé ofrece sacrificios. Dios promete que no volverá a destruir toda criatura.
(20-22) Después de lo ocurrido, Noé se ve impelido a hacer lo correcto: Adorar a Dios, y ofrendar sacrificios de gratitud y alabanza. Qué menos, después de haber sido partícipe de las promesas de Dios, y de haber recibido una salvación tan grande. La nueva humanidad no podía empezar de mejor manera. Porque no hay nada más importante en la vida que agradar a Dios mediante sacrificios de acción de gracias. Uno no puede edificar este altar sin antes haber experimentado al Señor en su diario caminar. Porque la adoración siempre es algo personal que nace de lo más profundo del corazón. Si de veras queremos crecer en nuestra relación con el Señor, debemos poner siempre la adoración a su persona en primer lugar.
El Sacrificio de Noé sube como aroma agradable a Dios. Un “dulce sabor” o, más literalmente, “un olor gratificante” (un término que aparece en Lev. 1:9, 13, 17; 2:2, 9; 3:5, 16, donde se habla de ofrendas voluntarias de consagración). En definitiva, es una forma figurada de decir que Dios se agradó de la actitud de Noé. Por lo tanto, hay adoración que a Dios le deleita, y otra que le resulta indiferente, o incluso repulsiva. El libro de Efesios (5:2) nos dice que la adoración agradable a Dios siempre está ligada a “andar en amor”, siguiendo el ejemplo del Señor Jesucristo y su sacrificio por nosotros. En Filipenses (4:18) volvemos a encontrar este fragante aroma en el sostenimiento que recibía Pablo de Epafrodito.
Pero, si el sacrificio de alabanza de Noé resultó sumamente aromático al Señor fue, sin duda, porque era figura del sacrificio que había de cumplirse en Jesucristo muchos años después. Sin duda Dios percibió en aquel momento el gozo de la salvación del hombre, y el camino de redención y esperanza que seguía abriéndose camino.
De hecho, el agradable aroma movió a Dios a establecer el primer pacto de una sucesión de ellos que iremos viendo a lo largo de la Escritura. Porque Dios pacta con aquellas personas que ama. Notemos que, mientras que otros pactos en la Biblia se aplican en concreto a los israelitas, éste abarca toda criatura viviente.
Aunque seguimos llevando la imagen y semejanza de Dios, y seguimos siendo de incalculable valor para Él, el texto deja claro que aún no se ha erradicado la maldad del corazón humano, el diagnóstico del Señor es claro: Los pensamientos del corazón del hombre siguen siendo malvados desde temprana edad. Tal y como dice el salmista: “en pecado me concibió mi madre”.
Por otro lado, Dios no está revertiendo la maldición que pesa sobre la Tierra, aquella que recibió Adán. Sólo está declarando que no volverá a hacer pasar la creación entera por otro “mal trago” semejante al Diluvio. Pero, esto no significa que Dios no vaya a seguir juzgando al ser humano conforme a sus obras. Sin embargo, Dios mismo deja entrever que llegará un día en que la humanidad volverá a vivir sin pecado en un futuro Reino.
En esta nueva etapa, Dios establece también un nuevo patrón que regirá el clima de la Tierra: El invierno y el verano. Habrá un tiempo para la siembra, y otro para la cosecha. Ahora, las temperaturas serán más dispares. Habrá climas duros de sobrellevar. Pero, las palabras del Señor también nos recuerdan que, pase lo que pase, todo está bajo su control, nada ocurre por casualidad, y siempre podemos fiarnos de su Palabra. Ahora, el calendario de Dios, y su plan de salvación eterna seguirán cumpliéndose a través de los días y sus respectivas noches. La promesa de no volver a juzgar la humanidad con otro diluvio va acompañada de la esperanza de su provisión. Enseguida la humanidad verá de cerca la implicación de Dios para resolver el problema del pecado. Pronto le veremos actuando según su hoja de ruta en la Torre de Babel, o en el llamamiento de Abraham. La redención del hombre está en camino.