Salmo 26:9

9. Este versículo nos habla acerca de la fuerza de atracción que tiene el pecado. Si uno se encuentra frente a un torrente de agua que baja con toda su fuerza, no puede que la corriente no lo arrastre.

El pecado es como una enfermedad que se contagia rápidamente. El ser humano es un ser mimético. Por lo tanto, no podemos evitar imitar a los que nos rodean, entre otras cosas, para no ser excluidos del “rebaño”. Así que sortear el pecado es siempre algo, como poco, complicado.

Uno de los síntomas del pecado es su virulencia. No sólo se contagia exponencialmente, también nos pone en estado de alarma constantemente. El pecado nos hace agresivos, implacables, severos, incluso crueles. Hace que pensemos con el estómago. Cualquier injusticia nos parecerá razonable, con tal de satisfacernos o proteger lo que es nuestro. Y quien perturbe nuestra paz de cartón piedra, lo pagará caro. Porque el pecado termina sujetándonos irremisiblemente a la ley de la selva.

En contraste, el Señor ha prometido protección y defensa contra los enemigos de aquellos que viven en su presencia. Son muchas las dificultades y peligros que aguardan aquellos que siguen los pasos de Jesús, pero Dios, nuestra roca, siempre está a una oración de distancia.

Ciertamente, sólo hay una forma de andar por caminos de justicia y no de iniquidad, sirviendo al único Dios verdadero. Solamente el Señor puede darnos luz para ver y discernir correctamente entre el bien y el mal. No es sabio confiar exclusivamente en nuestros razonamientos. El asunto es más complejo de lo que parece. El bien y el mal se entremezclan y a menudo es muy difícil discernirlos. De esto nos habla la parábola del trigo y la cizaña. Hay que esperar a que el bien y el mal se desarrollen y que cada uno siga su curso. Sólo entonces, cuando ambos están lo suficientemente maduros, se puede intervenir. Así será al final de los tiempos.

Deberíamos cuidarnos mucho de caer en la hipocresía. Nada es condenado por Jesús con más vehemencia. La hipocresía es altamente contaminante, porque el nombre de Dios es el primero en quedar maltrecho, y además, es piedra de tropiezo seguro para todos aquellos que quieren entrar al Reino de Dios.

Si hay algo que queda claro en las Escrituras acerca de los últimos tiempos es que. Nada es lo que parece. Sólo Dios parece distinguir las ovejas de los cabritos. Aquellos que son condenados no salen de su asombro y consternación, mientras la sentencia del Señor es de una severidad implacable. El Señor vincula la hipocresía directamente con Satanás y el mismo infierno.

Hoy estamos a tiempo de abrazar la Gracia, aunque esta sea una cruel Cruz a la que tengamos que aferrarnos. Es la única puerta de entrada a la gloria eterna y sólo se abre a través del arrepentimiento, que siempre pasa por desnudarnos de toda apariencia de justicia.

La mentira es la negación de la verdad con todo lo que ello implica. No es posible tener un pie en cada lado. Y manifiestas son las obras de aquellos que tienen, aunque sólo sea un pie, en ella: superstición y ocultismo, inmoralidad sexual, odio e idolatría. Ninguna de estas cosas habrá en la Jerusalén Celestial. Porque la verdad ya habrá abolido la mentira.

Aquellos que aman la mentira desprecian la vida humana. Porque es su estómago quien les gobierna, por lo tanto, todo aquello que se antepone a su deseo les estorba y debe ser quitado, sea como sea. Muchos inocentes han muerto a causa de su fe.  Porque aquellos que aman la mentira no soportan a los que no se sujetan a ella. Los hijos de la mentira son siempre motivo de tropiezo. Provocan ellos mismos conflictos donde no los hay, y luego vienen a “salvarnos”. Pues allí donde prevalece la mentira allí hay conflicto. Son mentirosos compulsivos porque es su alimento día y noche.

Por ajena que pueda parecernos la mentira y el odio que la acompaña. Nadie tiene las manos limpias de ella. Todos necesitamos levantarlas implorando perdón al único Dios verdadero, padre de toda misericordia. Porque quien no lo haga, ciertamente acarreará las consecuencias, y no entrará en la vida eterna.

SUMARIO

Habiendo sido justificados por la fe, y, por lo tanto, teniendo paz con Dios. Podemos satisfacer nuestra necesidad imperiosa de hablar con Él. De levantar nuestras oraciones delante de su presencia.  Podemos pedir su vindicación, podemos pedir su protección. Porque ahora, ya no somos contados entre los malhechores.

Ahora podemos derramar toda nuestra ansiedad sobre Él, y superar todos nuestros miedos con Él. Porque ahora estamos en disposición de enfrentar su juicio sabiendo que ya hemos sido justificados por la sangre de Cristo. Ahora ya no tenemos nada que ocultar. Ya no estamos enredados entre el bien y el mal, engañando y siendo engañados

Algún comentarista sugiere que este “no juntes” en realidad se refiere a “no me apiles”, en clara referencia a un montón de cadáveres, porque el verbo empleado también significa “destruir”. David es consciente del justo juicio de Dios que tarde o temprano pasaremos todos.

La violencia, el odio y la crueldad se cuecen a fuego lento. Hoy podemos vernos como personas que nunca pueden caer en estos graves pecados, pero el proceso de transformación suele ser lento y gradual. No hace falta mirar el pasado reciente, incluso hoy vemos reacciones violentas en sociedades donde hace poco era impensable. A Satanás no le gusta la cocina rápida, le gusta tomarse el tiempo que haga falta para conseguir lo que quiere.

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Salmo 26:8

8. El salmista ha encontrado aquello que de verdad deleita su alma. Es un gozo profundo y santo: Disfrutar de la presencia de Dios ¿Y dónde podrá encontrarla? En Su casa.

Pero la realidad es que, Dios habita en corazones humanos. Es en nuestro interior donde su fuego, no sólo inflama nuestras vidas, sino también todo lo que nos rodea. Por lo tanto, el Espíritu Santo, no sólo habita en mi corazón, también lo hace en los de todo su Pueblo. Por lo tanto, es un fuego que para mantenerse necesita de contacto. La comunión de los santos en la casa de Dios es el horno de su Gloria. Es allí donde el gozo se multiplica exponencialmente. Es allí donde Dios se hace tangible en su cuerpo, que es su iglesia.

Sin duda, un claro indicador de la salud de la iglesia es nuestro compromiso con la comunidad. Ojalá, Dios ponga en nosotros aquel ferviente deseo que David tenía por su casa. El anhelo de habitar en la casa del Señor todos los días. De disfrutar de su belleza y su presencia. De buscarle allí donde puede ser hallado. David, consciente de su vulnerabilidad, sabe que necesita el cobijo y la protección que ofrece vivir al abrigo del altísimo.

El templo de Dios es aquel lugar donde podemos encontrar a Dios para expresarle todo nuestro agradecimiento por sus victorias en favor nuestro.

Cuando nos reunimos a celebrar a nuestro Dios sólo podemos cosechar gozo. Todos los que nos reunimos en su nombre recordamos los buenos momentos que hemos vivido juntos como una familia que se ama en el Señor. Es, sin duda, una experiencia transformadora “¡Cuán amables son tus moradas!” dice el Salmista. Ciertamente, ninguna muestra de afecto, hecha en el nombre del Señor, es en vano. Porque Dios no es un ser solitario. Él es el Señor de las multitudes, o de los ejércitos, ese es su nombre ¿Se deshace nuestra alma anhelando la comunión de los Santos? Porque allí es donde habita el Señor, en medio de la alabanza de su pueblo.

El salmista ha descubierto el gozo de estar en la presencia de Dios. Afirma que es mejor un día en los atrios del templo que mil fuera de ellos. Es ciertamente un mandamiento de Dios acudir a la reunión que Él mismo ha convocado, pero más que una convocatoria, es un solo gozo compartido con todo su pueblo. Para el salmista es un verdadero acicate, afirma que le motiva a buscar su voluntad y a servirle, “buscaré tu bien” afirma.

Cuanto más valoremos nuestra salvación, más grande será nuestro gozo, y nuestras ganas de cantar y gozarnos en el Señor. El deseo natural del creyente, al contemplar su salvación, es cantar y bailar al son de la música.

El templo de Dios es también el entorno donde recibimos su Palabra. Es la esfera donde manifestamos nuestras inquietudes, donde Dios nos escucha, y donde Dios nos responde. Cuando Jesús, con sólo trece años, se “perdió” en el templo durante 3 días, no sólo les estuvo enseñando, también escuchaba a sus oyentes, y les respondía en función de su necesidad.

El lugar de reunión, aquel donde el Señor nos ha convocado, es el lugar donde se tratan los asuntos de la vida que realmente importan. No hay agenda más importante que la del creador del Cielo y de la Tierra. De Él nos viene la verdad, acerca de lo que ya ocurrió, de lo que está pasando, y de lo que acontecerá. Es nuestra obligación acudir a su llamado. Porque cada uno de nosotros tiene una labor asignada en la agenda de Dios.

Pero, lamentablemente, el templo de Dios también se corrompe fácilmente. En un santiamén se convierte en un lugar de “trapicheo”. Un juego de poderes donde se comercia con lo santo. Cuando los hombres suplantamos a Dios, sólo podemos esperar corrupción, y la temible ira de Dios. Por ello, es sumamente importante que la oración y la Palabra de Dios nunca dejen de tener la preeminencia en la Casa de Dios. Nunca deberíamos acercarnos su casa sin temor ni temblor. Porque grande es allí el celo de Dios.

La Casa de Dios también es también el lugar donde nos contagiamos de su Gloria. Es habitación de recogimiento y de intimidad con el Altísimo. Es el hábitat natural donde nuestras vidas se equilibran y donde las cosas se ven tal como son. Allí vemos que su misericordia es mejor que la vida, allí es donde nuestros labios se desatan para alabarle.

En definitiva. Se trata de estar en la misma presencia de Dios. Y:

  • Dios habita allí donde es tenida en cuenta su Palabra.
  • Dios sólo puede habitar entre su Pueblo si este se arrepiente y hace sacrificios de acción de gracias. Sólo por la sangre del cordero de Dios podemos habitar en su presencia.
  • Los símbolos nos acercan a realidades espirituales eternas, como la Gracia de Dios, o a su misma presencia en medio de las multitudes celestiales.
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Salmo 26:7

26:7. Es lógico estar perdido en un mundo extraviado. Ciertamente nada podemos hacer en un mundo caído, de personas caídas, que además se haya cautivo por unas fuerzas del mal bien orquestadas por el diablo ¿Qué otra cosa podemos hacer que no sea suplicar misericordia y apelar al amor de Dios para ser librados? ¿Qué orgullo podemos abrazar que no sea tener un corazón agradecido y lleno de alabanza por todas sus bondades? Necesitamos ser más conscientes de todas sus obras. Enumerarlas, recordarlas y vivir agradecidos constantemente. Será muy fácil entonces proclamarle. Porque no habrá gozo mayor en nuestras vidas.

Sin duda, el valor de nuestra salvación se manifestará mediante un espíritu sincero de gratitud. Cuanta más gratitud, más humillación, pero también más gozo, y más adoración. Dios no quiere una alabanza abstracta. Él quiere oír de nuestros labios los motivos que nos mueven. Él ama la adoración sincera que nace de lo más profundo del corazón.

Cuando dejamos en manos de Dios todas nuestras cuitas. Abrimos camino para que Él obre. El gozo de Dios en nosotros no puede venir por lo que nosotros hacemos, sino por lo que le dejamos hacer. El gozo que nos hace cantar es aquel que celebra el nombre de Dios y sus obras ¿Cuántas veces no nos ha librado el Señor? ¿Y cuántas más no lo hará? Aprendamos a contar sus obras.

Hay muchas razones por las cuales los cristianos nos congregamos. Sin duda, es uno de los rasgos que caracterizan al creyente. A lo largo de toda la Escritura encontramos la costumbre de reunirse para ofrecer sacrificios de alabanza a Dios por sus obras, y para manifestar agradecimiento a Dios en medio de su pueblo. El texto bíblico nos dice que una vez en el templo, la perspectiva de la vida cambia totalmente. Dios ofrece a su pueblo la luz suficiente para entender el sentido y el propósito de todo lo que ocurre. Y, sobre todo, cuál será el final de todas las cosas.

“Jehová es bueno, y para siempre es su misericordia”. Es algo que no cambia en función de las circunstancias. No depende de nosotros, sólo de Él. Ahora bien, es nuestra responsabilidad creerlo o no. Hoy mi situación puede ser crítica, preocupante o incierta. Sin embargo, creemos que estas palabras son totalmente ciertas, porque provienen de Dios. Con estas palabras, el Señor nos revela cual es el final de nuestra historia. Un final en el que repetiremos con gozo estas palabras.

“Y su verdad por todas las generaciones” dicen las Escrituras. La verdad es atemporal, aplicables a todos los tiempos y a todas las edades. Nosotros pasaremos, pero la Verdad de Dios permanecerá inconmovible hasta el final. Hay una roca fuerte sobre la cual podemos construir nuestra vida.

¿Qué podremos hacer para pagar todas las bendiciones que Dios nos ha dado? ¿Cómo devolveremos a Dios tanta bendición a lo largo de los años? Él sólo nos pide que le seamos agradecidos, que no nos avergoncemos de su salvación, que nuestra adoración y alabanza fluyan de continuo de nuestra boca y que nos regocijemos por formar parte de un pueblo que le honra. Es en medio de la comunidad que Él ha redimido donde Dios se da a conocer a un mundo perdido.

Es importante que demos un lugar importante al congregarnos como pueblo de Dios. Porque Él es justo y juzgará rectamente. Él ha abierto nuestros ojos, nos ha hecho ver nuestro pecado y su salvación ganada en la Cruz. Levantemos nuestras manos hacia su santuario y alabémosle.

Como seres humanos, y más como cristianos, necesitamos que nos enseñen, que nos formen, que nos moldeen. Necesitamos conocer el camino de la vida. Si queremos proclamar el Evangelio, primero debemos empaparnos de la Palabra de Dios, y no valen los cursos intensivos. Hay que tomarla como el “maná”, y hay que hacerlo todos los días hasta el ocaso de nuestra vida. Que será nuestro principio.

Cualquier transmisión de la verdad, de la Palabra de Dios debe hacerse desde el gozo y desde la experiencia personal. El mensaje de Dios siempre ha ido acompañado de expresiones como el canto. La música siempre ha acompañado un mensaje que no puede esconder el gozo que conlleva.

Cuán bueno es observar y deleitarse en su obra. Inspirarnos en ella, descubrir a nuestro creador en las obras de sus manos. Que nuestras canciones, y alabanzas sean fruto de nuestro deleite en sus obras.

Hoy podemos deleitarnos además en la portentosa obra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Nos ha dejado el legado de su obra en los Evangelios. Él es nuestra redención y nuestra reconciliación con Dios. El Rey que está sentado la diestra de Dios, y a quien se le ha dado todo el poder ¿Cómo vamos a callar? Si lo hacemos, ciertamente las piedras hablarán.

Existe una adoración, y una proclamación de la Palabra que pretende ser de Dios, pero que en realidad sólo es pura apariencia. Es la alabanza que es un fin en sí mismo. Es la palabra que sale de nuestra boca para no volver jamás, porque su recorrido es tan corto como el tamaño de nuestra lengua.

Sin embargo, David ha descubierto cual es la fuente de la Palabra de Dios, y cuál es el objeto de la verdadera adoración. David ha creído y ha experimentado la Palabra de Dios. Conoce por ella al Dios que la da a conocer. Recuerda los milagros y proezas que Dios ha hecho en su vida. Por eso el gozo que emana su corazón no puede contenerse. Porque de todos los males le libró el Altísimo. Porque David conoce el camino de la fe, del arrepentimiento, y del gozo supremo que fluye de la copa de su salvación.

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Salmo 26:6

6. “Lavaré mis manos en inocencia”. Resulta un tanto paradójica esta afirmación. Si uno es inocente, no necesita lavarse las manos. Pero, cualquier creyente, cualquier hijo de Dios, se mancha constantemente con el pecado. Debemos admitir que, aunque el pecado no es nuestro deleite, pecamos. Algunas veces conscientemente, y otras sin serlo.

El salmista es consciente de su propia necesidad de redención. Sabe que es necesario que toda su vida gire alrededor del altar donde su culpa ha sido expiada, y su pecado perdonado. No se trata de ir “empapados” constantemente de religiosidad, ni de enclaustrarnos en la iglesia, sino de que todo lo que hagamos cotidianamente, todas nuestras decisiones, actitudes, obras y pensamientos giren alrededor de la cruz de nuestra redención.

El ritual del lavamiento era habitual y simbolizaba la necesidad de la santificación antes de acercarse a lo santo. Así lo hacían Aaron y sus descendientes. Lo tenían que hacer antes de entrar en el Tabernáculo, para ministrar en el altar, o al quemar las ofrendas, so pena de muerte. Lamentablemente, hoy en día, hay poca preocupación por la santidad, por parte de muchos que ministran nuestras congregaciones. Sin santidad, cualquier don del Espíritu Santo queda automáticamente inhibido. A partir de este momento, no sólo quedará constatada la futilidad de todo ministerio, sino que también quedaremos expuestos al Dios vivo.

El que tiene las manos limpias es porque se las lava. El que camina en la verdad va tomando conciencia de su pecado, va elevando su alma a Dios, se arrepiente y es transformado por la Gracia Divina. No necesita representar ningún “papel” porque ya ha tomado el camino de la Verdad.

Pero, el caminar en la verdad no nos exime de pasar por lugares angostos y difíciles. No somos inmunes a las pruebas, el sufrimiento y las crisis, o a los tropiezos. Precisamente porque el camino de la santidad es sumamente angosto.

Tengamos en cuenta que el peor pecado de todos siempre es el nuestro, porque en cierta medida suele quedar oculto a nuestra conciencia. Para un buen diagnóstico:

  • Siempre vamos a necesitar la guía al Espíritu Santo para conocer la verdadera magnitud de nuestra naturaleza pecaminosa.
  • Con la ayuda del “Parakletos” tendremos que escudriñar las Escrituras, porque ellas son el patrón que necesitamos, y la forma racional más fiable de conocer la verdad.
  • También será necesario escuchar y aprender de aquellos que nos son ejemplo de madurez espiritual. Porque sus vidas y sus obras también ponen de manifiesto nuestras manchas.

Quizá nuestros pecados no sean grandes deslices, más bien son cosas a las que estamos tan habituados como: La poca paciencia, el orgullo, la soberbia, el menosprecio, el prejuicio, la falta de respeto o el rencor. Pero, no por ello carecen de gravedad.

El arrepentimiento no es tanto una confesión esporádica como una actitud humilde constante en la que no sólo reconocemos nuestro pecado y nuestra maldad, también manifestamos nuestro rechazo y nuestro decidido empeño a abandonarlos. El arrepentimiento es como el aseo. Uno no queda limpio por ducharse una sola vez. Para permanecer aseado, hay que arrepentirse con frecuencia.

Una vez hemos cesado de hacer el mal ya estamos en disposición de aprender a hacer el bien, a buscar la justicia, a reprender al opresor, y a defender al necesitado, abogar al indefenso, y sobre todo, a perdonar a los demás.

La remisión de pecado no es un mero trámite administrativo. La ofensa es en primer lugar a Dios. El agravio producido tendrá consecuencias impredecibles. El pecado siempre es un asunto serio y grave. Pero hay solución, y la solución no es una simple estampa de sangre sobre nuestro pasaporte espiritual. “Venid ahora y razonemos – dice el Señor”. Para que la sangre que fluye del Calvario alcance nuestro corazón, primeramente, debemos tener una buena conversación con Él. La fe verdadera es en primer lugar razonada. Son muchas las cosas que han de salir a la luz. La intención no es obtener un certificado, sino transformar nuestras vidas, aunque para ello debamos derramar alguna lágrima.

En el bautismo simbolizamos el lavamiento del pecado que obtenemos a partir del arrepentimiento y de invocar el nombre del Señor Jesús por su obra en la cruz. El Espíritu Santo está plenamente involucrado en esta labor que no sólo es higiénica, también conlleva una monumental obra regenerativa y renovadora.

Por este lavamiento, y esta purificación obtenida por la sangre de Cristo tenemos plena libertad para entrar en el lugar santísimo. La cruz nos ha abierto una vía nueva por la cual tenemos acceso a nuestro gran sacerdote con corazones limpios y conciencias tranquilas.

Una de las características que nos distingue a los seres humanos es nuestro gran potencial con las manos. Con ellas hacemos cosas que ninguna otra especie puede hacer.  Las necesitamos para casi todo.

Por ellas podemos hacer mucho bien, pero también mucho mal. Precisamente por esto, es muy importante que estén siempre limpias, tanto física, como metafóricamente hablando. Por lo que hayan hecho recibiremos nuestra recompensa de parte de Dios, sea para bien o para mal. A lo largo de la Escritura, encontramos numerosos pasajes en los que Dios presta especial atención a ellas. Porque por ellas llevamos a cabo todas nuestras obras.

Dios tiende su mano a todo aquel que las levanta implorando perdón. Y Dios no las rechaza por sucias que estén. La confesión y el arrepentimiento son el único jabón que las puede limpiar.

Cuando nos acercamos al altar de Dios, nuestro corazón sólo puede germinar un gozo supremo. Porque es en el altar de la Gracia donde recibimos el perdón. Y donde fluye una sincera entrega a la adoración y la alabanza.

Así que ¿cómo nos acercamos al altar de Dios? ¿Ha habido confesión de pecado y arrepentimiento? ¿o seguimos viéndonos a través de las lentes del orgullo? ¿Es consecuente nuestra religiosidad con nuestra piedad? Si nuestra fidelidad al Señor brilla por su ausencia no habrá gozo en nuestras vidas cuando nos reunamos para celebrar la mesa de nuestra salvación.

¿Cómo está nuestra relación con el prójimo? Concretamente con nuestros hermanos ¿fluye el amor de Dios en las cuatro direcciones? No sólo verticalmente, sino también horizontalmente. No esperemos bendición alguna si venimos ante Dios manchados de rencillas, enojo u odio.

Sólo somos salvos porque en Jesucristo hemos sido injertados al Pueblo de Dios: Israel. Debemos amar al pueblo escogido de Dios y orar por su conversión. Para que vuelvan y reconozcan que Jesucristo es el Cristo (Adonai, el Señor). Dicho esto, debemos huir de toda idealización del pueblo de Israel de nuestros días. Tenemos muchas cosas que aprender de ellos, pero no podemos pasarles por alto todo sólo porque son el pueblo escogido de Dios. Dios no obra así con ellos. El pueblo de Judá del que habla Malaquías era un pueblo traicionero, idólatra, y que ha dado la espalda a su Rey, Señor y Salvador.

Pero, aun así, ellos son la única esperanza que tiene la humanidad. Gracias a su rebeldía hoy nosotros gozamos de nuestra salvación. Pero por su conversión todas las naciones serán bendecidas un día. Es por ello por lo que nunca debemos dejar de orar por su conversión y amarlos como hermanos, aunque ellos aún no nos reconozcan.

La mesa en la que celebramos la comunión del Señor es lo más parecido que tenemos al altar que encontramos en este pasaje. No podemos participar de los símbolos sin antes estar reconciliados con Dios y entre nosotros. Sabemos que participar de ella sin haber arreglado nuestras rencillas acarrea juicio.

Por último, la obra de Dios nunca prosperará mientras tengamos las manos manchadas de pecado sin arrepentimiento. Ninguna oración llegará al Cielo sin antes habernos examinado y haber arreglado nuestra situación con el Señor.

En el fondo, la verdadera adoración siempre viene de un corazón sincero. No importan las apariencias de religiosidad si antes no estamos en paz con Dios en lo más íntimo. David podía entrar en el altar, pero sólo porque antes se había purificado en arrepentimiento.

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Salmos 26:5

5. Dios puede perdonar a todos sus enemigos. No importa cuán grande sea la distancia que el pecado haya provocado entre ambos. Pero hay algo que Dios no puede tolerar: Disfrazar la maldad de uno con su santo nombre. No quedarán sin su justa retribución todos aquellos que así viven del engaño. Estos exigen a los fieles una piedad que ni siquiera conocen. Imponen pesadas cargas que de ninguna forma son capaces de sobrellevar, ni tampoco quieren. Tienen apariencia de espiritualidad, pero en realidad sólo la carne los mueve.

La oración es la mejor arma contra aquellos que pervierten lo que es bueno con orgullo. Porque invocando la presencia del Señor, todo orgullo se deshace. El temor de Jehová es la mejor brújula para la vida. Por el temor de Dios sabemos encontrar la dirección a seguir que nos marca la Palabra de Dios.

Una característica del inicuo es que sus ataques son preparados y llevados a cabo en lo secreto. Nadie sospechará de él. De su lengua salen falsas acusaciones. Prepara el corazón de aquellos que le rodean para llevar a cabo sus agresiones contra el justo. Otro rasgo es el orgullo, la altivez de espíritu, el complejo de superioridad, un alto concepto de sí mismo que lo lleva a menospreciar a los demás. La tercera particularidad es el engaño. Se nutre de él. Lo esparce por todas partes. Nada le ofende más que la verdad, por eso se aparta constantemente de ella.

Difícilmente puedo llegar a odiar a un perfecto desconocido. Para odiar y o para querer a alguien es necesario haberle conocido previamente. El conocimiento, nos lleva inevitablemente hacia una dirección o hacia otra. Deducimos pues, según corroboran también los evangelios, que aquellos que pueden “odiar a Dios” en propiedad son aquellos que mejor “le conocen”. A Jesús le mató el estamento religioso de su época. Aquellos que, teóricamente, deberían haber sido los primeros en reconocerle.

Hay un celo que es propio de la obra de Dios y que actúa contra todos aquellos que usurpan lo sagrado, véase: Se asignan el nombre de Dios cuando no les corresponde, piensan que pueden conocerle por sí mismos, y confunden sus propios ídolos con el único Dios verdadero a quien todos debemos temer y obedecer.

No somos llamados a vivir fuera del mundo sino dentro de él. Y vivir piadosamente en él no va a ser fácil. Hay una corriente muy poderosa que nos arrastrará sino estamos bien cimentados en el Señor y en su Palabra. Para ello será necesario tener nuestro tiempo de comunión con nuestros hermanos, meditar las Escrituras, orar y participar en la adoración y alabanza que nos corresponde como hijos redimidos. Ir contra corriente no es fácil, pero tiene su recompensa. Porque el gozo y la paz que nos da el Señor no tiene parangón.

No sin antes ser llenos del Espíritu Santo debemos estar entre aquellos que la sociedad desprecia y rechaza, incluso a causa del pecado. Jesucristo no vino a salvar a justos, sino a pecadores, y debemos ir a ellos para que puedan ser alcanzados por el Evangelio.

Las buenas nuevas de Dios son para todos sin excepción. Sin embargo, el Señor sí nos pide que nos apartemos de algunos. Concretamente, de aquellos que profesando ser hijos de Dios, viven entregados a la idolatría, la promiscuidad sexual, la avaricia o el hurto. A estos debemos dejarlos porque hay un juicio severo de parte de Dios hacia este colectivo, y el Señor no quiere que lleguemos a ser como ellos.

Cuando David dice que los “odia”. No se está equivocando en el uso de este verbo en particular. Rechaza tanto lo que son como lo que hacen. Sabe que ir con ellos supondría participar de sus mismas obras. Es notorio que el rechazo sin paliativos no es al individuo en sí, sino a los que así obran en su conjunto. Sólo hay una cosa que mantiene a David a salvo y alejado de aquellos que utilizan el nombre de Dios para cubrir sus maldades: Su estrecha comunión con Dios.

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Salmos 26:4

4. Nada oscurece más nuestras vidas que alejarnos de la luz de la verdad para ocultarnos en la oscuridad de la mentira. Si analizamos cuidadosamente cualquier pecado veremos que la mentira es materia prima de toda ofensa a Dios.

Otro rasgo característico de la falsedad es que, cual virus, si se aísla termina siempre muriéndose. La mentira necesita bocas y oídos distintos para poder sobrevivir. Por lo tanto, lo normal es que nos asociemos con aquellos que padecen nuestra misma enfermedad.

No podemos evitar la mentira, forma parte de una naturaleza corrupta y de un entorno socialmente contaminado. Empezando con que nos engañamos incluso a nosotros mismos, pretendiendo vivir en un mundo de ilusión y cartón piedra que sólo se mantiene tratando de hacer creer a los demás que es “auténtico”. La mentira tiene muchas caras, muchos disfraces, y muchas “pieles”. A algunas de ellas, estamos tan acostumbrados a llevarlas que ni tan solo somos conscientes.

Sin embargo, hay algo que sí podemos hacer para librarnos de la mentira o minimizar su efecto. No “asociarnos” con aquellos que la viven, la proclaman y se regocijan en ella.

Hay una mentira en concreto que es especialmente cínica, aquella que proviene de utilizar una cortina de religiosidad para ocultar los pecados más letales. A ese lugar, David tiene claro que no quiere ir. Ahora mismo, el salmista está siendo perseguido por aquellos que lo difaman, aquellos que ven en la verdadera piedad una amenaza para su templo de falsedad, odio y maledicencia. Las peores palabras de Jesús siempre fueron para estos actores secundarios que tanto les gusta figurar: Los fariseos.

“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente” dijo el político Lord Acton. El “sentarse” implica juntarse para llevar a cabo alguna acción de mayor o menor envergadura, significa cavilar en equipo con algún propósito. Lógicamente, aquí el salmista afirma que no ha sido cómplice de las artimañas de aquellos que maquinan falsedad y mentira.

Otra característica de los malignos, aquellos que traman el engaño y el mal continuamente es que rara vez actúan solos. Es como si les diese miedo caminar solos en la oscuridad, nunca llevan a cabo sus acechanzas sin cómplices.

Pero hay otra fraternidad, otra compañía que no pertenece a los que practican la impiedad. Se trata de la comunión que tienen todos aquellos que temen a Dios, y buscan hacer su voluntad. Todos aquellos que infringen la Palabra de Dios no podrán destruir esta comunión.

El problema de la mentira y el engaño son constantes. En todo momento estamos expuestos a caer en la tentación y tragarnos el anzuelo de cualquier mentira. La más común, probablemente, es aquella que nos ofrece “riquezas”, aunque sean especialmente “injustas”.

Sin ir más lejos. Hoy sabemos que muchos de los bienes que adquirimos se han obtenido mediante el abuso y la explotación.

El camino de la maldad se plantea en las Escrituras como un camino sinuoso, tenebroso, dónde es fácil introducirse, pero difícil salir de él. Es el lugar ideal para caer víctima de una emboscada. Porque a oscuras será difícil escapar. Y porque la violencia se impone a cualquier intento de escapatoria.

Andar por caminos de engaño es sumamente perjudicial para la salud. Nos llena de ansiedad y de afán. La necesidad de llevar a cabo nuestros planes a cualquier precio nos consumirá. No se puede confiar en nadie allí donde lo fundamental es uno mismo.  En esta situación, empezamos a ver contrincantes por todas partes, el deseo de deshacernos de ellos nos roba el sueño. La impiedad es entonces nuestro pan de cada día, y nuestra adicción pasa a ser la violencia.

Las consecuencias del pecado son siempre desastrosas. No es un buen patrón de decisiones el “porque todo el mundo lo hace”, o decir “no lo sabía” simplemente porque nunca nos preocupó examinarnos a nosotros mismos. O porque preferimos perseguir nuestras propias fantasías a esforzarnos en aquello que era importante y necesario.

Las compañías son muy importantes. Constantemente nos estamos contagiando: “Anda con un cojo, y terminarás cojeando”. Dice el refranero. Es cierto que si nos juntamos con los sabios terminaremos adquiriendo sabiduría, y que si nos juntamos con los insensatos terminaremos haciéndonos daño. Con el impío el conflicto no tarda en aparecer, porque respira violencia, y sus maquinaciones son constantes.

Porque el ser humano necesita cultivar pautas y costumbres que pongan límite a sus pasiones y deseos.  En la vida es siempre es necesario el esfuerzo y el buen conocimiento si queremos cosechar lo mejor de nuestros días.

La vida, imprevisible cómo es, puede torcerse en cualquier momento y en cualquier circunstancia. Pero esto sólo será una eventualidad si practicamos los principios bíblicos que las Escrituras nos han dejado. Sólo por poner un par de ejemplos: Honrando a los padres, o siendo fiel a tu conyugue sabemos que cimentamos la vida para que pueda resistir muchos de los embistes característicos de nuestra existencia.

La soledad tiene su papel entre los profetas, incluso entre el mismo Señor Jesucristo. A veces, hay que salir del círculo social de la “prosperidad” para tener una visión un tanto más exacta de la realidad. Porque fuera de la esfera de nuestra legítima felicidad la mano de Dios encuentra lugar para posarse sobre nuestro hombro. Allí la vida se muestra con toda su crudeza. Con todos sus matices, suaves y extremos. Pero también con toda su belleza, y con toda su fealdad. Con todo su gozo y con todo su dolor. Con toda su algarabía y todo su silencio. Allí asoma cada mañana la ignominia que cabalga el planeta sin cesar sembrando la desgracia y la miseria por doquier.

Debemos tener cuidado con nuestras compañías. Debemos conseguir un equilibrio en el cual mantengamos contacto con cada persona que compone nuestro entorno social, pero a su vez hay que medir bien las distancias para que sus malos hábitos no lleguen a afectarnos.

Pero no debemos olvidar que el pecado nunca viene de afuera, sino de dentro. El pecado siempre lo llevamos en el corazón cual virus enganchado a una célula. Qué duda cabe que factores externos pueden activarlo y propagarlo por todo nuestro cuerpo en cuestión de segundos. Pero sólo es mi voluntad la que tiene potestad de hacerme caer en el error.

Ahí entra en escena un arma tremendamente eficaz contra el pecado: “La oración”. Por ella podemos cobrar la fuerza necesaria para no inclinar la balanza hacia el mal. La que puede evitar que yo sea “cómplice” de iniquidades, tal y como dice el salmista. Porque el mal suele cultivarse en ambientes de autocomplacencia y satisfacción. Allí donde gobierna la ley de la codicia, el orgullo y el engaño.

El salmista destaca la gran diferencia que le distingue de sus enemigos. No importa cuánta presión ejerzan sobre él. No se doblegará ante ella. Para el salmista la rectitud no es una opción. El poder que le otorga poner los ojos en el Altísimo le ayuda a repeler los ataques de aquellos que buscan arruinar su vida. Es sabedor de la bondad divina, de la protección que recibe todo aquel que ha puesto su confianza en Dios. Conocer la verdad le ayuda a distinguir la mentira. Sabe que los amantes de la mentida se pasan el día maquinando nuevas formas de engaño. Desarrollan complicadas estrategias para ocultar la verdad y así poder llevar a cabo sus propósitos perversos. El hipócrita usa con destreza su lengua para ocultar la podredumbre que alberga su corazón.

¡Qué distinto es aquel que ha puesto su fe en las promesas de Dios! El que así hace puede vivir tranquilo. El que lo respalda es más fuerte y poderoso que cualquier hombre. David quiere que entendamos que nuestra integridad será suficiente para protegernos de los depredadores que nos rodean. Él mismo lo ha experimentado. Bajo su mano estaremos seguros. Además, Dios ha otorgado a sus hijos prudencia. No la natural, sino otra distinta. La que emana de una vida guiada por el Espíritu Santo. Porque sólo Él, puede poner de manifiesto a la serpiente que sigue engañando, aunque oculta, desde la fundación de este mundo.

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George Müller

El principio y el final de la ansiedad
El principio de la ansiedad es el final de la fe, y el principio de la verdadera fe es el final de la ansiedad. George Müller
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William Ralph Inge

La ansiedad es el interés que se paga por las preocupaciones antes de su vencimiento.
William Ralph Inge

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Salmos 26:03

3. No hay otra puerta de entrada a la presencia de Dios que no sea su misericordia. Sólo ella permite que andemos en integridad delante de Él. Ese amor que permite una santa comunión con el Señor es el mismo que dirige nuestros pasos durante el transcurso de nuestra vida. Nosotros podemos fallar, podemos tropezar y caer. Pero el camino sigue ahí, y su mano continúa tendida para levantarnos de nuevo. La experiencia del salmista confirma sus palabras. Él es conocedor de esa misericordia, la ha experimentado, sabe que es verdad. La vida y la Palabra de Dios se corresponden mutuamente. Cielo y Tierra pasarán, pero la Palabra de Dios permanece para siempre. El salmista lo sabe.

Cuanto más poderosos nos vemos, más nos jactamos de nuestras obras, por malas y perversas que puedan ser. Desde nuestro complejo de superioridad no necesitamos la misericordia de Dios, sin embargo, desde nuestra situación de escasez, o de remordimiento de conciencia, no nos queda otra que clamar por la continua misericordia de Dios.

No podemos encontrar un mejor ejemplo de amor incondicional y eterno que la persona del Señor Jesucristo. El Hijo de Dios muriendo en una cruz llevando consigo el pecado de los hombres.  Tomando la metáfora del salmista, de la unión del amor y la verdad vino Jesús a este mundo nacido de mujer, del beso de la paz y la justicia, vivió entre nosotros, y de la verdad y la misericordia tomó nuestro pecado para pagar nuestra deuda y nuestra culpa.

El Sermón del monte no fueron meras palabras. Sabemos que son ciertas, que corresponden a la vida porque Jesucristo las vivió. Él amó a sus enemigos, oró por aquellos que le torturaron y le persiguieron. Porque Él nos amó a nosotros, y nos sigue amando. Sin importar nuestra condición, ni tan sólo nuestras malas obras.  El amor de Dios sale como un bumerán. Sale de Dios y vuelve a Él salvándonos y transformándonos otra vez a su imagen y semejanza. Porque nada caracteriza mejor a Dios que su amor eterno.

Dios es misericordioso por naturaleza, y así son sus hijos. Nunca debemos olvidar esto. Esta es su gloria, y la ha compartido con nosotros. En la Cruz, Jesucristo murió por nosotros, luego también nosotros hemos muerto en ella. Por lo tanto, también hemos resucitado con él, para servirle mientras su vida se manifiesta en nosotros.

Es por ello por lo que no puede entenderse un cristiano que no es capaz de perdonar a otro, habiendo sido receptor de tanta misericordia por parte de Dios. La vida en comunión dentro de la iglesia es, entre otras cosas, un banco de pruebas donde probamos y experimentamos el amor que tanto nos debemos.

El amor forma parte de la misma esencia de Dios hasta tal punto que solo puede amar verdaderamente aquel que le conoce. Así que, todo aquel que no es capaz de amar a su hermano o hermana en la fe, simplemente no conoce, ni puede conocer a Dios. Y si dice que le conoce es un farsante, un mentiroso.

Para andar por fe debemos tener esa transparencia y esa dependencia de Dios tan necesaria para seguir el angosto camino de la verdad. Porque no es un camino fácil, necesitamos Su guía y sostén a cada paso que damos. Porque, a fin de cuentas, la verdad es un sustento vital que debemos tomar todos los días. Y ese alimento sólo puede venir de la Palabra de Dios. El creyente ha sido salvo porque Él mismo lo ha declarado, y Dios no puede mentir. El camino que se nos ha puesto delante es, por tanto, un camino de esperanza, porque esta fundado en las promesas que se define a sí mismo como “la verdad”.

El camino de la integridad es un camino delicado al que hay que prestar atención constantemente. Si no lo hacemos terminaremos viviendo una doble vida que, en definitiva, sólo será una burda falsificación de la verdad que lo único que pondrá de manifiesto es nuestro autoengaño.

La verdadera justicia trasciende cualquier límite en la vida. Todo ha de perecer, lo que tenemos y lo que somos ¡porque incluso nuestras vidas tienen fecha de caducidad! Sin embargo, todo aquello que es justo, entendiendo por justo aquello que Dios ha declarado, tiene repercusiones eternas. Así que, sabemos que la Palabra de Dios es verdadera porque trasciende toda temporalidad.

Fuera de la presencia del Señor todo son tinieblas. Es por ello por lo que tenemos la necesidad de caminar en su presencia constantemente. Porque sólo por la Palabra de Dios vendrá esa luz tan necesaria en nuestras vidas. No podemos alejarnos de ella porque cuanto más lejos, mayor es la oscuridad.

Tener un encuentro personal con Cristo nos lleva inevitablemente a una transformación radical de nuestro ser. Porque tenemos una “vieja manera de vivir” de la cual hay que deshacerse. Pero todavía estamos en ello. Este viejo “Yo”, que sigue con nosotros, está corrompido, lleno de deseos engañosos que nunca llegan a satisfacernos. Sin embargo, ahora “estamos en un proceso de reconstrucción”. Estamos siendo “reconstruidos”, “renovados” en el espíritu, y en la mente de Cristo. Según su misma naturaleza. Adoptando su amor, justicia y verdad cada día.

@carlesmile

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Billy Graham

La ansiedad es el resultado natural de poner nuestras esperanzas en cualquier cosa menos en Dios y su voluntad para nosotros. Billy Graham.
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