Génesis 9:8-17

El pacto de Dios y la señal del arco iris (8-17)

Dios se dispone ahora a ratificar el pacto que anunció a Noé en Génesis 6:18. Este pacto no es sólo con Noé, sino con la Creación entera. El termino empleado en hebreo da a entender que Dios está restableciendo el antiguo pacto que tuvo su origen en la creación y que luego fue quebrantado por el hombre. La diferencia es que, ahora viene con una peculiar señal: El Arco Iris. Que es, por así decirlo, el tratado de desarme unilateral de Dios. El arco es un arma de guerra que Dios desecha. El juicio del diluvio ha terminado para no repetirse jamás. Dios se compromete a no utilizar el arma del diluvio para destruir la Tierra y sus habitantes mientras esta exista.

En este restablecimiento del pacto de Dios con el hombre, este deberá volver a ejercer de representante de Dios sobre la Tierra como su mayordomo. Su imagen y semejanza con Él le otorga este especial rol, así como el de mantener una constante adoración al único Dios verdadero.

El pecado del hombre alteró holísticamente la naturaleza de esta labor, pero no le fue quitada del todo. El hombre mantiene sus responsabilidades incluso después de haber hecho “lamentar” a Dios su propia obra (Ge 6:6). Porque ahora, a todos es sabido hasta dónde puede llegar una naturaleza pecaminosa, ya endémica en el hombre. Por eso Dios acabó juzgando la humanidad, aunque salvando también del diluvio un remanente escogido. Después de su rescate en el arca, ahora Dios restablece sus propósitos mediante Noé y su familia (Ge 9:1). Ahora deben volver a multiplicarse y llenar la tierra, una tarea que sólo es posible por la gracia de Dios.

Dios afirmó su identidad como aquel que creó los Cielos y la Tierra, el único Dios verdadero y su salvador, a través de este pacto. En aquellos tiempos ancestrales, los pactos se usaban a menudo para representar la relación de un rey con sus súbditos. En el pacto, quedaba representada la naturaleza de la relación que debía reflejarse en la obediencia de los súbditos y en su forma de vivir como integrantes del reino. Así ocurrió también con Noé.

Los pilares del pacto de Dios con Noé y su familia fueron la gracia y la misericordia. Los llamó, los protegió y les prometió fidelidad. La muerte de Jesús cumplió el pacto de Dios con Noé. La puntiaguda lanza de aquel soldado romano que atravesó el costado de Jesús mientras colgaba de su ignominiosa cruz, certificó que la ira de Dios fue dirigida contra el único Hijo de Dios (Juan 19:34). En la culminación de aquel momento, la ira y la gracia de Dios se encontraron, mientras todas las promesas de Dios se cumplían en Jesús (2Co 1:20).

Normalmente, un pacto es un acuerdo entre dos partes que contiene estipulaciones para una de ellas o para ambas. En este caso, Dios asume el cumplimiento de las condiciones del contrato, en lugar de imponerlas a Noé. Cada vez que… aparezca el Arco… lo veré y me acordaré del pacto (9:14-15). Para los oídos modernos, la noción de Dios «recordando» algo puede sonar un tanto extraño. ¿Cómo puede un Dios omnisciente olvidar algo? Más bien, el texto señala que Dios va a recordar consistentemente las promesas del pacto, incluso en medio de la rebeldía endémica de su pueblo. Dios cumple sus promesas incondicionalmente, a pesar de nuestro propio pecado. Mediante el Arco Iris, Dios crea una señal tangible de su promesa y su pacto. Contemplar el Arco, pues, debe producir en nosotros una catarsis de esperanza al comprobar que Dios no ha olvidado sus promesas.

Más adelante vendrán otros pactos con sus propias certificaciones visuales. La circuncisión fue la señal del pacto de Dios con Abraham (17:11), el sábado sería la señal del pacto que Dios estableció con Israel en el Sinaí (Ex 31:16-17), y la Cena del Señor para el nuevo pacto sellado con la sangre de Cristo (Lucas 22;20).

Hasta hoy, la señal del Arco Iris sigue teniendo vigencia. Generación tras generación y en todo lugar, esta peculiar firma celestial, anuncia la abolición de los diluvios universales. Y, si somos capaces de leer “entre líneas”, veremos que las nubes que sostienen el puente de luz y color también anuncian el plan de Dios para salvar a la humanidad de la muerte y el pecado. El Arco Iris es el texto legal que anuncia el compromiso de Dios con la Tierra. Seguirá habiendo tormentas, pero después de ellas habrá siempre un Arco Iris.

Esas mismas nubes que sostienen el Arco Iris traerán un día aquel que tiene poder para salvar y juzgar la humanidad, pero esta vez para siempre. La palabra para referirse a “nube” (ʿānān) se suele utilizar en las Escrituras para referirse a las nubes de lluvia, pero también al humo del incienso (Lev 16:13), pero donde más se utiliza es para referirse a la columna de humo que guio al pueblo de Dios a través del desierto (Éxodo 33:9–10Nehemías 9:1219), o la nube que más adelante descendió sobre el templo  (2 Crónicas 5:13–14) cuando este fue dedicado. Algunos de los profetas usan también esta palabra como uno de los principales elementos que describen el día del Señor (Ezequías 30:3Joel 2:2Sofonías 1:15).

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Génesis 9:4-7

La prohibición del homicidio 9:4-7

En las Escrituras existe una conexión simbólica, y una estrecha relación entre la sangre y la vida, algo básico para entender el sistema sacrificial que nos será expuesto más adelante en Levítico (17:11) y que servirá de hilo conductor hacia la obra expiatoria de Cristo (Hebreos 9:14, 22). La expresión “derramamiento de sangre” es, por lo tanto, sinónimo de quitar la vida, vida que pertenece a Dios. El Antiguo Testamento proscribe en repetidas ocasiones alimentarse de sangre de animales sacrificados.

La vida es el más precioso y misterioso don de Dios. Algo que sólo pertenece a Él, por lo tanto, resulta inútil cualquier intento de querer prolongarla “artificialmente”. Este es el mensaje que transmite la prohibición de comer la “vida” que está «en la sangre» (Levítico 17:11). Muchos pueblos paganos a través de la historia han bebido el líquido rojo pensando que así prolongaban su vida o adquirían más vigor.

Nadie ha defendido la vida del hombre más que Dios. No hay nada más precioso ante sus ojos, porque todo ser humano ha sido creado a su imagen (v. 6), y porque somos sus representantes terrenales, así como el foco principal del Reino de Dios. En la teocracia de la Torá establecida en el Sinaí (constitución del Pueblo de Dios), un animal doméstico que terminaba con una vida humana debía ser lapidado hasta morir (ver Éxodo 21:28-32), o un hombre declarado culpable de homicidio debía pagar con su vida porque a imagen de Dios se ha creado todo hombre, por lo tanto, cualquier homicidio es una afrenta a Dios.

Pero, sacrificar un animal tampoco es baladí. Si bien Dios permite el sacrificio de animales para nuestro sustento, ello no nos da carta blanca para disponer de su vida a nuestro antojo. Así que, Dios mismo demandará igualmente del hombre la sangre de todo animal que se haya vertido fuera de los límites que Él, como Dios soberano, ha establecido. Si somos representaciones a escala de Dios, entonces matar a un ser humano es “a escala” un intento de “deicidio”.

La sangre, en las Escrituras, es también sinónimo de juicio. La violencia nunca resuelve las cosas. Un conflicto bélico no es un juego de ajedrez o de pelota en que perder o ganar no tiene mayor trascendencia. Las guerras han demostrado siempre su avidez de sangre en ambas partes enfrentadas. Porque la vida de un hombre, siempre con otra vida humana se paga, no importa cuales sean las circunstancias. Así lo ha decretado Dios. Tal y como recuerda Jesucristo al apóstol Pedro: “El que mate a espada, a espada morirá”.

La venganza queda, pues, expresamente prohibida por Dios. En el Pentateuco, Dios dispondrá de todo un sistema de leyes para juzgar cualquier tipo de homicidio en sus distintos grados.

Por otro lado, el Señor mismo nos hace ver que, aunque no haya derramamiento de sangre, tratar a alguien con rencor o malicia es igualmente una ofensa grave a Dios (Mateo 5:22).

En contraste, Dios nos invita a ser fecundos, a sacrificarnos por amor a los demás, a ser generosos como es él, a demostrar, en definitiva, que llevamos su imagen favoreciendo y preservando la vida. Algo que conlleva, necesariamente, cuidar los más vulnerables, el medioambiente, y de todos los animales.

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Génesis 9:1-3

Dios bendice Noé y le concede provisión para subsistir (1-3).

Cuántas veces buscamos nuestro propio beneficio ignorando a Dios que es el único dador de todo bien cuya bendición es todo lo que necesitamos. Si le amamos, le adoramos, y le somos agradecidos, él nos bendecirá porque está deseando hacerlo. Esta es la tercera vez que Dios bendice la humanidad. La primera fue cuando el Señor nos dio autoridad en Adán sobre todos los animales, y la segunda fue cuando Dios instituyó la humanidad y la familia a través del hombre y la mujer.

Así que Dios concede una segunda oportunidad a la humanidad con un llamado a la fecundidad como ocurrió al principio. Dios proveerá la bendición de los hijos y nos recuerda que lo mejor que podemos hacer en esta vida no es tanto disfrutarla como dejar nuestra imprenta ella.

La bendición de Dios conlleva su sonrisa, su complacencia y agrado, tal y como ocurrió en anteriores bendiciones con Adán y Eva, u ocurrirá más adelante con Abraham (Génesis 1:22, 28; 2:3; 12:2, 3). Porque en cierto modo, Noé es un segundo Adán, nos hallamos ante un nuevo comienzo.

Por fe, Noé y su familia fueron preservados. El Señor tuvo especial cuidado de ellos, porque de esta familia pendía todo el plan de salvación del hombre. Toda la descendencia de Noé era importante para Dios, pero en especial el linaje de Sem. Porque de este linaje nacería Abraham, el hombre escogido de Dios para ser padre de la nación de Israel. Nación de la cual vendría el Redentor, aquel que pisará la cabeza de la serpiente, tal y como le fue prometido a Eva en Génesis 3:15.

Dios también restituye el dominio sobre la fauna al hombre, no lo perdió después del diluvio, sin embargo, en esta nueva etapa de la humanidad todo será muy distinto. Habrá una rivalidad, y un recelo latente entre el ser humano y el resto de las criaturas que antes no había. Los animales, como conscientes de nuestra potencial maldad huirán de nosotros.

Antes teníamos una relación cordial y harmoniosa con el reino animal. Se sujetaban a nuestra voluntad con agrado, pero ahora que es notoria nuestra oposición a Dios, Creador de todas las cosas, rápidamente nos veremos impelidos a explotar y subyugar los animales con brazo de hierro sólo para satisfacer una codicia sin fin.

El texto da a entender que antes del diluvio los hombres eran vegetarianos. Sin embargo, ahora se nos da autoridad para matar animales para nuestro sustento. Más adelante Dios establecerá en la ley límites al consumo de carne, prohibiendo la ingesta de sangre porque en ella está la vida. La idea es que la vida merece siempre respeto, y aunque podemos ser carnívoros, toda vida pertenece, y siempre pertenecerá, a Dios.  

Pero, esta nueva licencia apunta también a un trato exquisito por parte de Dios. Hoy estamos habituados a comer carne asiduamente. Pero antaño, la carne era un lujo que no todo el mundo se podía permitir. En la misma Escritura, comer carne se asocia siempre con actos de culto y celebración. El Señor invita, pues, a Noé y su familia a celebrar esta nueva humanidad.

Dios da un valor especial a la vida del ser humano (Ge 1, 26-27; Sal 8, 4-6). La vida humana es sagrada porque solo el hombre y la mujer fueron creados a imagen de Dios, por este motivo Dios protege especialmente los seres humanos. Lo veremos también más adelante cuando Dios manda a su pueblo a proteger y defender la vida del inocente (Ezequiel 16, 20-21,36,38), del pobre, del extranjero y de la viuda. Bajo la Ley Mosaica, el asesinato de otra persona merecía pena de muerte debido al valor intrínseco de la vida del fallecido (Ge 9:6; Ex 20:13).

Este es un pasaje donde, una vez más, vemos el derroche de amor y cuidado que el único Dios verdadero, justo y misericordioso, creador de los Cielos y la Tierra derrama sobre todos nosotros. Porque si bien en Adán estábamos todos, ahora en Noé, también.

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Mateo 3:9

9. Respecto a Dios, no es bueno dar nada por sentado. Dios siempre es fiel, pero nosotros no. Somos presa fácil de: El orgullo, que nunca nos acerca a Dios, siempre nos aleja de él. O la autosugestión, y la arrogancia que, en el fondo, son una extendida forma de engaño socialmente aceptado.  Tengamos siempre presente que, cualquier don espiritual que Dios nos haya concedido nos ha sido dado por su gracia y no por mérito alguno. Por lo tanto, en el Reino de Dios no hay oposiciones. Todo es por el poder y la gracia soberana de Dios. Nosotros no somos quienes decidimos quien entra en el Reino de los Cielos.

La salvación de Dios no la da un certificado de nacimiento, ni se puede heredar. Ni siquiera los judíos, siendo linaje escogido de Dios, pueden reclamarla. Jesús les dijo en cierta ocasión: “si sois hijos de Abraham, haced también sus obras”. La única forma de obtener esta salvación es a través de la fe en Cristo Jesús (Ro 2:28–29,; Gal 3:7, 9,29). El verdadero linaje del pueblo de Dios se da en el corazón, y no en la carne. Para ser del linaje de “Abraham” no valen los árboles genealógicos, sino el compartir la misma fe que tuvo el patriarca. Siendo de Cristo seremos descendientes de Abraham, pero nunca al revés.

Aunque ser judío conlleva los privilegios propios del pacto, tales como la promulgación de la ley, el culto y las promesas (Rom. 9:4, 5), los verdaderos hijos de Dios son aquellos que lo son en virtud de la obra redentora de Dios. Solo Él puede limpiar con agua de vida nuestros corazones de piedra, y cambiarlos por otros de carne (Ez. 36:25, 26). Ni el linaje judío, ni el apellido cristiano pueden librarnos del juicio de Dios. Como buen juez, a Dios sólo le vale la obra que evidencia la existencia de arrepentimiento y fe.

Muchos judíos creían que Israel en su conjunto sería salvo tan solo porque fueron elegidos en Abraham. Sin embargo, los profetas, en repetidas ocasiones, pusieron entredicho esa confianza (Am 3:2; 9:7). Ignoraban que, precisamente por esa elección, recibirían mayor disciplina, y que la verdadera circuncisión no es la de la carne sino la del corazón.

“Piedras”, o “hijos”, son términos usados con frecuencia en el Antiguo Testamento para referirse a las 12 tribus de Israel (Ex 28:21; Jos 4:8; 1Ki 18:31). En hebreo y arameo ambos términos suenan de forma parecida, algo que en algunas ocasiones fue utilizado por los profetas para hacer juegos de palabras.

Era innegable que carnalmente eran descendientes de Abraham, y por ello podían sentirse dichosos por todas las promesas que Dios hizo al patriarca y su descendencia. Sin embargo, la dicha derivó en orgullo, y con ello arruinaron ese privilegio. Porque para Dios, no es hijo de Abraham aquel que puede justificar su ascendencia, sino aquel que le rinde honor viviendo como él anduvo.

El orgullo tiene su efecto inmediato en la ceguera. Nos impide ver más allá de nosotros mismos. Y esto dificulta enormemente el arrepentimiento necesario para volver a Dios, quien, aunque cercano, nos pasa totalmente desapercibido.

Así que, si de veras eran hijos de Abraham, debían manifestarlo haciendo sus obras:

  • Obediencia: Dejó casa y amigos obedeciendo el llamado divino (Gen. 12:4).
  • Generosidad: Dejó escoger la tierra primero a Lot (Gen. 13:9).
  • Valentía: Persiguió con sus hombres y derrotó al rey que secuestró a Lot (Gen. 14:14).
  • Benevolencia: Dio el diezmo a Melquisedec el sacerdote, en respuesta a su bendición (Gen. 14:20).
  • Incorruptibilidad: Se negó a recibir bienes del rey de Sodoma por los servicios prestados (Gen. 14:23).
  • Poderoso en oración. Gen. 18:23-33.
  • Magnífico en fe. Estuvo dispuesto a ofrecer en sacrificio a su único hijo Isaac (Hebreos 11:17).
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Génesis 8:20-22

Noé ofrece sacrificios. Dios promete que no volverá a destruir toda criatura.

(20-22) Después de lo ocurrido, Noé se ve impelido a hacer lo correcto: Adorar a Dios, y ofrendar sacrificios de gratitud y alabanza. Qué menos, después de haber sido partícipe de las promesas de Dios, y de haber recibido una salvación tan grande. La nueva humanidad no podía empezar de mejor manera. Porque no hay nada más importante en la vida que agradar a Dios mediante sacrificios de acción de gracias.  Uno no puede edificar este altar sin antes haber experimentado al Señor en su diario caminar. Porque la adoración siempre es algo personal que nace de lo más profundo del corazón. Si de veras queremos crecer en nuestra relación con el Señor, debemos poner siempre la adoración a su persona en primer lugar.

El Sacrificio de Noé sube como aroma agradable a Dios. Un “dulce sabor” o, más literalmente, “un olor gratificante” (un término que aparece en Lev. 1:9, 13, 17; 2:2, 9; 3:5, 16, donde se habla de ofrendas voluntarias de consagración). En definitiva, es una forma figurada de decir que Dios se agradó de la actitud de Noé. Por lo tanto, hay adoración que a Dios le deleita, y otra que le resulta indiferente, o incluso repulsiva. El libro de Efesios (5:2) nos dice que la adoración agradable a Dios siempre está ligada a “andar en amor”, siguiendo el ejemplo del Señor Jesucristo y su sacrificio por nosotros. En Filipenses (4:18) volvemos a encontrar este fragante aroma en el sostenimiento que recibía Pablo de Epafrodito.

Pero, si el sacrificio de alabanza de Noé resultó sumamente aromático al Señor fue, sin duda, porque era figura del sacrificio que había de cumplirse en Jesucristo muchos años después. Sin duda Dios percibió en aquel momento el gozo de la salvación del hombre, y el camino de redención y esperanza que seguía abriéndose camino.

De hecho, el agradable aroma movió a Dios a establecer el primer pacto de una sucesión de ellos que iremos viendo a lo largo de la Escritura. Porque Dios pacta con aquellas personas que ama. Notemos que, mientras que otros pactos en la Biblia se aplican en concreto a los israelitas, éste abarca toda criatura viviente.

Aunque seguimos llevando la imagen y semejanza de Dios, y seguimos siendo de incalculable valor para Él, el texto deja claro que aún no se ha erradicado la maldad del corazón humano, el diagnóstico del Señor es claro: Los pensamientos del corazón del hombre siguen siendo malvados desde temprana edad. Tal y como dice el salmista: “en pecado me concibió mi madre”.

Por otro lado, Dios no está revertiendo la maldición que pesa sobre la Tierra, aquella que recibió Adán. Sólo está declarando que no volverá a hacer pasar la creación entera por otro “mal trago” semejante al Diluvio. Pero, esto no significa que Dios no vaya a seguir juzgando al ser humano conforme a sus obras. Sin embargo, Dios mismo deja entrever que llegará un día en que la humanidad volverá a vivir sin pecado en un futuro Reino.

En esta nueva etapa, Dios establece también un nuevo patrón que regirá el clima de la Tierra: El invierno y el verano. Habrá un tiempo para la siembra, y otro para la cosecha. Ahora, las temperaturas serán más dispares. Habrá climas duros de sobrellevar. Pero, las palabras del Señor también nos recuerdan que, pase lo que pase, todo está bajo su control, nada ocurre por casualidad, y siempre podemos fiarnos de su Palabra. Ahora, el calendario de Dios, y su plan de salvación eterna seguirán cumpliéndose a través de los días y sus respectivas noches. La promesa de no volver a juzgar la humanidad con otro diluvio va acompañada de la esperanza de su provisión. Enseguida la humanidad verá de cerca la implicación de Dios para resolver el problema del pecado. Pronto le veremos actuando según su hoja de ruta en la Torre de Babel, o en el llamamiento de Abraham. La redención del hombre está en camino.

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Mateo 3:7-8

7-8. Siempre ha habido impostores entre el pueblo de Dios. Gente ambiciosa que ha instrumentalizado la fe con engaño para manipular y ejercer dominio sobre sus prosélitos. Estos son personajes depredadores por naturaleza, cuya motivación es su estómago, y cuyo hábitat es una petulante religiosidad.

Fariseos y saduceos pertenecían a la caterva religiosa de la época. Los fariseos eran un grupo separatista muy focalizado en la ley y su interpretación. Se veían a sí mismos como guardianes tanto de la ley de Moisés como de la «tradición no escrita de los ancianos» (Codificada en la Mishná y el Talmud). Los saduceos, sin embargo, profesaban una fe más orientada a la política. Manifiestas eran sus discrepancias teológicas con los fariseos al negar la resurrección, y la existencia de los ángeles incluso de los espíritus (Hechos 23:8).

Así que, allí estaban ambas facciones husmeando, atraídos sin duda por el gran éxito de aquel Juan que cautivaba multitudes haciéndolas bajar a las aguas del bautismo del arrepentimiento.

Uno de los mayores peligros de la fe es pensar que esta es un fin en sí mismo. Hay personas que consideran el ser religioso un estatus de superioridad moral porque, en definitiva, tienen una concepción totalitaria de la fe. El mensaje viene a ser: “Es más importante ser religioso que la regeneración de la vida por fe con todo lo que conlleva”.

Lamentablemente, estas personas no tienen interés alguno en transformar su propio corazón, prefieren vestirlo de religiosidad, y dan por sentado que de eso se trata. Aquellos Fariseos y Saduceos, representantes del Sanedrín, no pensaban, ni por asomo, que su primera necesidad era el arrepentimiento. Sin embargo, el mensaje de Juan era de una claridad diáfana: Ante la inminente llegada del Mesías sólo hay dos opciones: Arrepentimiento o juicio.

Juan el Bautista, cargado de ironía, no se muerde la lengua cuando los ve tratando de colarse por la puerta de atrás. Los tilda de generación de víboras. Porque es obvio que forman parte de un colectivo de manifiesta complicidad cuya simbiosis los aglutinaba, sostenía y motivaba.

El profeta también pone en evidencia que, en realidad, todo ese camuflaje de piedad no es más que otra forma de huir la ira de Dios. Porque tarde o temprano tendrán que lidiar con ella.

Juan el Bautista se aferra a la tradición profética como hicieron sus antecesores, una tradición en la cual el Día del Señor depara más oscuridad que luz a todos aquellos que dan por sentado que no pecan (Amos 2:4-8; 6:1-7). Por otro lado, el término “Generación de víboras” también es heredado, en este caso del profeta Isaías (Isaías 14:29; 30:6).

Pero, notemos que Juan en ningún momento cierra la puerta de la salvación a aquella “generación de víboras”. Su intención es, más bien, hacerles ver que necesitan del arrepentimiento igual que los demás, y con este, sus frutos, porque si no hay evidencia de arrepentimiento, este, simplemente, no existe. Nuestro estilo de vida debe ir acorde con nuestra profesión verbal. Craso error pensar que Dios concede “bulas” como hacían los Papas antaño. El colectivo evangélico hoy parece concederse ciertas “bulas” o “licencias” escudándose en una supuesta gracia divina. En muchos círculos damos licencias a la avaricia, la mentira, el odio e incluso la promiscuidad, escudándonos en una supuesta “gracia” que lo perdona todo. Pero, no nos engañemos, hoy el mensaje del Reino de los Cielos, y el de Juan el Bautista siguen siendo el mismo: ¿Arrepentidos? ¡Dad frutos de arrepentimiento!

El arrepentimiento denota un cambio radical tras sustituir el pecado por una nueva forma de vida acorde a la voluntad de Dios. Pedro reprende a Simón el hechicero en Hechos 8:22, con un «Arrepiéntete de tu maldad.» El verdadero arrepentimiento es confirmado por las obras y una vida fecunda (Mt 3, 8; Hechos 26, 20). Pablo expresa una profunda inquietud por aquellos que aun siendo parte de la iglesia corintia aún no se han arrepentido de sus antiguos pecados (2 Co 12:21). En el libro de Apocalipsis, son los que rehúsan arrepentirse y dar gloria a Dios los que sufren la plaga de fuego (Apocalipsis 16:9).

El arrepentimiento es la respuesta apropiada a la demanda de la inminente llegada del Reino de Dios. Juan el Bautista insta a la gente a «arrepentirse porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 3, 2). Después de anunciar la llegada del Reino, Jesús clama: «Arrepentíos y creed en el evangelio» (Mc 1, 15). La predicación apostólica que hallamos en el libro de Hechos insta a la gente al arrepentimiento como respuesta a la muerte y resurrección de Jesús, y lo asocia a su vez con el sacramento del bautismo (Hechos 2:38).

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Génesis 8:13-19

13-91 Al recibir la órden Noé abandona el arca.

Si queremos ver bien cómo son las cosas horizontalmente lo mejor que podemos hacer es, paradójicamente, dirigir la mirada hacia el Cielo. Para ello, Noé tuvo que, literalmente, remover una parte de la cubierta del barco. Tuvo que dar ese paso de fe en el que siempre hay que perder algo para ganar algo mejor. Por fin, llegó el momento de contemplar la promesa de Dios. Sus ojos, finalmente, verían cómo iba tomando forma la nueva Creación de Dios.

Cuántas veces impedimos el avance del Reino de los Cielos sólo porque no nos decidimos a romper aquello que, aun estando a oscuras, nos da seguridad. La oración, sin duda, tiene un papel crucial para dar el paso de salir a la luz. Porque, por ella, Dios no sólo nos provee, también vamos siendo transformados, y nuestros ojos son abiertos para ver la portentosa obra de Dios, aquella que anuncia su Palabra.

El texto recoge la edad de Noé, poniendo así fecha a este nuevo comienzo. La fórmula: “El día primero del mes primero” sugiere un nuevo comienzo. El día 27 del mes segundo (para los hebreos el mes empezaba con la luna nueva), después de más de un año solar metidos en el arca, la tierra ya estaba lo suficientemente seca como para habitarla. Llegó el momento en que la voz de Dios ordena a pasajeros y tripulación el abandono del Arca. La Salvación provista fue una salvación completa. El Señor selló la puerta de la nave, y el Señor la volvió a abrir. No hizo falta que Noé añadiese o quitase nada al plan de Dios.

Ahora, todo apunta a un nuevo comienzo. Las aguas se recogen como al principio. Todos los animales, cada uno y según su especie, deberán salir del arca y repoblar la Tierra. Todos son criaturas de Dios, ninguno es desechado, y todos se reproducirán como al comienzo siguiendo el mandato divino. Hay un claro contraste entre la situación previa al Diluvio en que la violencia y la muerte campaban a sus anchas por la Tierra, y este momento en que la vida vuelve a brotar por todas partes. Ahora, el barco ya es historia, porque algo totalmente nuevo está a punto de empezar.

En este nuevo episodio de la historia, Noé y los animales se enfrentarán a un mundo nuevo donde la longevidad va a verse drásticamente reducida; además, ahora la tierra va a estar sujeta a tormentas, sequías, inundaciones y, en definitiva, climas más severos, con calor abrasador, frío gélido, movimientos sísmicos y otros desastres naturales.

Existe cierto paralelismo entre la imagen de Dios llamando a Noé a salir del arca (8:15-20) y el llamado a Abraham a salir de Ur de los Caldeos (12:1-7). Tanto Noé como Abraham representan nuevos comienzos. Ambos recibieron la promesa de bendición de Dios y el don de su pacto.

Puesto que el diluvio es figura del bautismo cristiano (1 Pedro 3:20 – 21), la salida de Noé y de su familia del arca puede considerarse, metafóricamente hablando, como el salir de las aguas de la muerte y el entrar a una vida nueva. Ahora son figura de la nueva humanidad, aquella que prevalece sobre el mal y que volvemos a ver en el libro de Apocalipsis (21:7).

Noé es uno de los héroes de fe recogidos en la Carta a los hebreos capítulo 11. Tuvo fe para caminar con Dios mientras sus contemporáneos le ignoraban y menospreciaban. Tuvo fe para trabajar para Dios y dar testimonio de Él cuando la oposición a la verdad era generalizada. Cuando se trata de la fe que salva, cada uno de nosotros debe confiar en Jesucristo personalmente; no podemos ser salvos por la fe de otro. La esposa de Noé, sus tres hijos, y sus tres nueras también eran creyentes; dieron prueba de ello tanto apoyando a Noé mientras trabajaba y daba testimonio, como luego entrando en el Arca en obediencia al Señor.

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Mateo 3:4-6

4-6. Juan era, desde luego, un extravagante. No se podía pasar por alto su forma de vivir, comer o vestir. Sin duda, era un excéntrico, aunque en las Escrituras no es el único. Otros profetas, como Elías, también habían vestido anteriormente con piel de camello y cinto de cuero. Comer langostas silvestres entre aquellos que vivían en el desierto.

Así que, tanto Elías como Juan el Bautista tuvieron ministerios marcados por la austeridad en los que una vestimenta y una dieta austera enfatizaban su mensaje de condena a la idolatría y a la permisividad tanto física como espiritual de la época.

El mensaje que transmitía Juan era algo así como: “No des por sentado que tu forma de vivir agrada a Dios”. Sólo por que seas convencional, y te ajustas a los clichés de tu comunidad religiosa no eres más aceptable delante de Dios que otros. La sencillez de su vestimenta y lo rudimentario de su comida eran una forma de protesta contra la autoindulgencia y la injustica imperante de la época.

El mensaje de Juan era atrayente. Parece que el efecto de su palabra y carisma calaron hondo entre sus contemporáneos. Allí en el desierto, fuera de las sociedades que los acogían y encorsetaban, podían escuchar sin prejuicios ni distracciones. Según nos cuenta Mateo, el impacto fue mayúsculo a juzgar por el alcance del ministerio.

Muchos buscan diversas puertas de entrada al Reino de Dios, pero sólo hay una: La confesión de pecados y el arrepentimiento. Es lo que el Señor anhela ver en nuestros corazones. Proverbios nos dice que el que encubre su pecado no prosperará, y que la confesión y el arrepentimiento son la única forma de alcanzar misericordia. O tal como nos dirá más adelante el apóstol Juan: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad.

La confesión de pecado formaba parte de la Ley. No sólo era tarea de los sacerdotes (Lev 16:21), también era un mandamiento que debía cumplir todo israelita (Lev 5:5; 26:40; Núm. 5:6-7). Era una responsabilidad personal que nadie podía eludir. Porque nadie queda exento de cometer errores. En los mejores días de Israel la confesión y el arrepentimiento eran una práctica habitual. El Nuevo Testamento tampoco le resta importancia. Vemos como Juan insta a la gente a prepararse para la venida del Mesías mediante el arrepentimiento, y el bautismo. Huelga decir que el arrepentimiento siempre conlleva una firme voluntad de abandonar el pecado.

El verbo utilizado en el original griego (yādâ) para referirse a la confesión también significa “alabanza”. Implica tanto dar, como reconocer. Cuando llegue el día en que toda lengua “confiese” que Jesucristo es el Señor, la humanidad entera le estará adorando. Algo que nos habla acerca de cuál es la verdadera naturaleza de la adoración: Un corazón contrito y humillado.

Así que, para alcanzar el favor de Dios no es necesario ningún sacrificio en concreto, ni tampoco ningún ritual, no necesitamos demostrar nada a Dios. Él sólo espera un corazón quebrantado que busca el perdón y la ayuda de Dios para creer y no pecar más. Para alcanzar este perdón, el bautismo simboliza el sacrificio del cordero de Dios que quita el pecado del mundo. En la inmersión morimos con él, y emergiendo de las aguas resucitamos y vivimos con él. El bautismo era un rito que se practicaba con todos aquellos que se convertían al judaísmo, así que el mensaje que transmitía Juan no era otro que el de la necesidad de empezar de nuevo. Era necesario “convertirse” de nuevo. Porque esto es el bautismo: Empezar de 0. Juan llamaba a sus contemporáneos a volver al pacto y al Dios que habían abandonado.

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Mateo 3:3

3. Una vez más, el desierto es el altavoz de Dios. Antaño lo fue para Moisés, y en este episodio lo es para Juan el Bautista. En tan árido entorno, ambos siervos de Dios fueron sus portavoces escogidos.  

Los cuatro evangelios citan Isaías 40:3 para referirse a Juan el Bautista. Mateo sitúa entonces el profeta del desierto en un marco escatológico, y de cumplimiento profético relacionándolo con aquel que anunciaron tanto Isaías como el profeta Malaquías (Mal. 3:1). Su aparición resuena en las profecías judías que proclamaban el regreso de Elías para disponer el camino por el cual llegaría la retribución de Dios.  

Del mismo modo que los caminos eran reparados, alisados, enderezados y nivelados antes de que llegara un rey, Juan disponía de una calzada espiritual para recibir el Mesías. Justo lo que también hizo el profeta Isaías ante la necesidad de preparar una vía de regreso del cautiverio a su patria para los exiliados judíos. 

La noticia que proclama Juan el Bautista viene acompañada de un aire de premura. Esta vez no es un susurro al oído, si no un grito en medio de la soledad que demanda toda nuestra atención. De hecho, es un imperativo: “Preparad el camino del Señor, y haced derechas sus sendas”, que viene a ser lo mismo.  

Jesús mismo llegó a afirmar que este Juan era su predecesor. El mensajero que anuncia su llegada, y que irá con el espíritu y el poder de Elías para ser instrumento reconciliador, de guía, sabiduría, y justicia; con el propósito de dejar un pueblo preparado y dispuesto para recibir al Señor. Ecos de una misión que hoy tiene la iglesia respecto la segunda venida de Cristo. 

El mandato resulta un tanto paradójico. Es obvio que los caminos del Señor son rectos de por sí, y que han sido dispuestos por él desde antes de la fundación del mundo. Por lo tanto, esto no puede ser otra cosa que una apelación a nuestra responsabilidad de andar por ellos, y hacer notorio que nuestros pies llevan el polvo de las suelas de nuestro maestro. Es, de hecho, todo un desafío que interpela a todo aquel que dice llevar su nombre. 

Así que, el camino del Señor que se está «enderezando» (expresión metafórica que se usa en la construcción de caminos para referirse al arrepentimiento) en Mateo 3 es el camino de Jesús. Identificar al Señor con Jesús ocurre con frecuencia en el NT (ej.: Ex 13:21 y 1Co 10:4; Isa 6:1 y Ju 12:41). Para el apóstol Pablo la roca de la cual brotó agua en el éxodo es Cristo, y para el apóstol Juan, Jesús es el Señor excelso y sublime sentado en su trono de gloria que cita el profeta Isaías. 

Por lo tanto, Mateo confirma, sin lugar a dudas, que el Reino de Dios y el Reino de Jesús son lo mismo, validando así la deidad de Jesús. Juan el Bautista es el último eco profético que recorre todo el Antiguo Testamento anunciando la llegada de uno que es más grande que todos, alguien a quien haremos bien en seguir. 

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Mateo 3:1-2

1-2. Aquí tenemos a Juan el Bautista, el predecesor de Jesús. Hijo del sacerdote Zacarías y Elizabeth su mujer, pronto le fue designado el sobrenombre de “el Bautista”, porque el bautismo fue lo que más le caracterizó a lo largo de su ministerio.

Aunque parece ser que vivía por la zona. El hecho que “llegara” da a entender que también fue enviado. Por la referencia a “aquellos días” vemos también que el autor se está refiriendo a momento específico de la historia que los receptores del texto conocían. Porque Dios envía sus portavoces donde quiere y cuando quiere.

Sin duda, llama la atención no tanto lo que vino a hacer, predicar, sino dónde. Nada más y nada menos que al desierto de Judea. Una zona que se extendía unos 32 kilómetros desde la meseta de Jerusalén-Belén hasta el río Jordán y el Mar Muerto. Ningún asesor de comunicación e imagen utilizaría tan desolado paraje para promocionar a nadie. Sin embargo, este fue el plan de Dios para Juan. Y Juan acudió, sabiendo que Dios era poderoso para atraer, incluso al desierto, a todos aquellos que habían de escuchar el mensaje que le había sido encomendado. Además, para cualquier israelita, el desierto tenía claras connotaciones proféticas, porque fue en ese ámbito donde fue dada la ley.

El mensaje de Juan empieza con lo que hoy bien podríamos definir como un “Tweet”: “Arrepentíos porque el Reino de los Cielos se ha acercado”. No se puede ser más claro. Arrepentirse o no es lo que justamente va a determinar si vamos a entrar en el Reino de los Cielos o, por el contrario, vamos a tener que enfrentarnos a él y al juicio que conlleva.

El arrepentimiento no es un mero cambio de opinión, sino un cambio de vida radical que comprende, inevitablemente, abandonar el pecado y dar un giro de 180 grados para volver a Dios. Se trata de un cambio integral en que se ven afectadas nuestra mente y nuestras acciones, y que conlleva, irremediablemente, visos de dolor. Por supuesto, para arrepentirse, primero hay que asumir que nuestras obras son fundamentalmente erróneas, y segundo, que andamos perdidos y sin rumbo. Paradójicamente, es a los líderes religiosos de su tiempo a quienes Juan reclama, con especial vehemencia, este arrepentimiento (3:7-8).

Reino de los cielos. Esta expresión la encontramos sólo en Mateo, donde aparece 33 veces. Marcos y Lucas se refieren al mismo Reino como el «Reino de Dios», un término que Mateo sólo usa cuatro veces. La explicación más plausible es que Mateo evita mencionar el «reino de Dios» para evitar ofender innecesariamente a algunos judíos que fueran a leer su carta, ya que era habitual entre los hebreos utilizar “cielo” como circunloquio para referirse a Dios (Da 4:26) y así evitar pronunciar el nombre de Dios en vano. Pero, Mateo también puede estar anticipando sutilmente la extensión de la autoridad de Cristo después de la resurrección: O sea, la soberanía de Dios tanto en el cielo como en la tierra ejercida por él mismo (28:18).

El Reino que predicaba Juan «está cerca». La Edad Mesiánica ya está aquí, es el mismo mensaje que predicaron tanto Jesús (4:17) como sus discípulos (10:7). Según Mateo, el reino vino con Jesús, su predicación y milagros, así como con su muerte y resurrección, pero no será hasta el ocaso de esta era cuando será instaurado completamente.

La terminología que utiliza Juan el Bautista para referirse al Reino, aunque velada, tuvo que despertar una enorme expectación entre sus oyentes (v.5). No podía hablarles abiertamente ya que todo un elenco de expectativas apocalípticas y políticas de aquel entonces hubieran sido campo abonado para la tergiversación del Reino que predicaba. De hecho, incluso Jesús usó, deliberadamente, una terminología velada cuando trataba temas relacionados con él. Además, tal y como anunció el ángel a José, el principal propósito del nacimiento de Jesús fue salvar a su pueblo de sus pecados (1:21), así pues, el primer anuncio del reino se encuentra estrechamente relacionado con el arrepentimiento y la confesión de pecado (3:6). Temas que se entrelazan constantemente en el libro de Mateo.

El Reino de Dios/Cielos, pues, tiene su origen en Jesús mismo. Y viene a ser el establecimiento del gobierno de Dios en los corazones y las vidas de su pueblo, la victoria sobre todas las fuerzas del mal, la erradicación del mundo de todas las consecuencias del pecado -incluyendo la muerte y todo aquello que hace languidecer la vida- así como la creación de un nuevo orden mundial de justicia y paz. Todo el AT respira la creciente expectativa de una visita divina que establecerá la justicia, erradicará la opresión y traerá la renovación del mismísimo universo.

 La idea del reino de Dios es central en la enseñanza de Jesús y se menciona 50 veces solo en Mateo. Queda pues claro que el Reino de Dios se ha acercado, y su presencia y poder ya se pueden experimentar.

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