Isaías 53:6

6. La Palabra de Dios lo ha declarado: Todos nos hemos extraviado. Todos nacemos perdidos y desorientados. Llenos de temor nos pasamos la vida huyendo de Dios. El miedo y el orgullo nos hacen desconfiados. En medio de la soledad y la desesperación, cada uno se aferra a sus propios ídolos, aumentando aún más, si cabe, nuestra osadía y separación de Dios, nuestro único Creador.

Sin embargo, todo nuestro pecado, y toda nuestra culpa ha sido imputada sobre aquel que carga con nuestros pecados colgado de una ignominiosa cruz. Él es el sacrificio de nuestra paz. Por él podemos volver a Dios sin temor. Todo el ceremonial de sacrificios del Antiguo Testamento apuntaba al día de la Cruz.

Porque no hay hombre que esté libre de pecado, ciertamente, no hay esperanza ni solución al problema del hombre sin Cristo. El único que puede pastorear nuestra vida. El único que puede transformarla totalmente. No hay otro que nos pueda mostrar las sendas de justicia que tanto necesita la humanidad.

Siendo nosotros los extraviados de ningún modo podemos encontrar a Dios si Él no nos busca primero. Nosotros sólo podemos implorar perdón apelando a su gracia. Confesar nuestras transgresiones es siempre el primer paso. De nada sirve justificarse, no hay excusa que podamos presentar delante de un Dios Justo. No siempre es fácil encontrar y ver nuestro propio pecado. Proverbios nos dice que hay camino que al hombre le parece justo, pero que su fin es camino de muerte.

Dios nunca rechaza al que da un giro de 180 grados. Por su misericordia, sus brazos están siempre abiertos a todos aquellos que quieren abandonar sus caminos de iniquidad. Porque todo el mundo busca lo suyo, todos somos unos insaciables, y unos insatisfechos, nuestra propia maldad nos arrastra allí por donde soplan los vientos de este mundo.

Pero, Dios ha puesto límite al pecado y a la maldad de los hombres. Además, este mundo, tal y como lo conocemos, también tiene fecha de caducidad. Mientras tanto, el Señor busca a las ovejas perdidas para salvarlas. Él está allí, y vendrá tarde o temprano a rescatarlas. Porque, esa es su voluntad. La mano extendida de Dios es la cruz donde murió nuestro salvador. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su hijo al mundo para condenarlo, sino para que sea salvo por él.

Ahora, por fe, podemos apropiarnos de la justicia que emana de la cruz. Porque no hay justo ni aun uno, no hay quien entienda. Nadie puede alcanzar esta salvación por linaje o por obra. Habiendo sido destituidos, pues, de la gloria de Dios, hemos sido justificados por su gracia en Cristo Jesús.

La cruz de Cristo pone de manifiesto el estado del hombre. Porque el hombre se halla muerto en sus delitos y pecados. Por esto Cristo muere en lugar nuestro. Con lo cual, habiendo sido vivificados por su sangre, ya no vivimos para nosotros sino para aquel que nos redimió.

No hay nadie que quede exento de esta miserable condición humana. Si no somos conscientes de nuestro propio estado pecaminoso, difícilmente sentiremos la necesidad de valernos del remedio de la cruz. Para apreciar a Cristo debemos primero examinarnos a nosotros mismos. Cristo sólo podrá redimirnos si somos conscientes del ruinoso estado de nuestra existencia.

Esta condición de pobreza espiritual y de miseria nos es común a todos los seres humanos. Pero, no debemos escudarnos en el mal colectivo, eludiendo así nuestra propia responsabilidad. En realidad, cada uno, individualmente, ha tomado la decisión de seguir su propio camino. Tan pecadores somos cuando estamos solos, como cuando estamos en compañía. No es una cuestión de “hacer” el mal, sino de que “somos” malos. Así, que no hay justo ni aun uno, no hay quien entienda ni busque a Dios. Nos hemos vuelto inútiles y totalmente prescindibles. Porque no hay quien haga el bien, ni tan solo uno.

Si bien en nosotros mismos nos hacemos trizas, en Cristo somos recompuestos. Por lo tanto, estando arruinados y alejados de Dios, yendo derechos al infierno, Cristo tomó sobre sí la inmundicia de nuestras iniquidades, con el fin de rescatarnos de la destrucción eterna. Estando él libre de todo pecado, tomo para sí nuestra culpa y nuestro castigo. Consideremos pues nuestras propias iniquidades, de tal modo que podamos saborear las riquezas de su gracia, y obtener así el beneficio de la muerte de Cristo.

Esta entrada fue publicada en ISAÍAS. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.