4.¿A quién iremos con nuestras aflicciones, nuestras enfermedades y dolores? Jesús sufrió lo indecible por amor a nosotros. Y con todo ello, no entendimos. Lo tomamos como un pobre desgraciado. Alguien que cayó en las manos de un Dios injusto. O un buen hombre que cayó como tantos otros en manos de los hombres. Y, aun así, pasamos de largo y seguimos por nuestro camino.
El juicio de Dios se avecina porque, a lo largo de la historia, Dios nunca ha pasado por alto la maldad y la injusticia humana. Sólo hay una manera de escapar a la ira de Dios: Creer en aquel que llevó nuestra culpa clavada en la cruz. Porque Jesús aguantó voluntariamente y sin rechistar nuestros golpes, torturas, y vejaciones sólo por amor a nosotros y en obediencia al Padre. Porque son nuestras transgresiones las que le hieren, y nuestras iniquidades las que lo muelen. Él sufrió el castigo que merece nuestra paz. Todos nos descarriamos como ovejas, cada uno siguió su propio camino. Toda la ira que Dios tenía reservada para nosotros la arrojó contra su propio hijo. Tal sacrificio no fue en vano. Dios quedó plenamente satisfecho con él. Y no sólo esto. Dios le concedió la victoria sobre la muerte, y hoy es el sumo sacerdote que intercede delante del Padre por sus redimidos.
Aparentemente, la muerte del Señor fue una derrota. Aún muchos pensaron que merecía lo que le estaba pasando. Pero, su posterior resurrección indica todo lo contrario. En la cruz queda inaugurado un periodo de salvación y esperanza. Los brazos de Jesús se abren para recibir a todo aquel que, arrepentido, creé en Él. Pero también abre un periodo de incertidumbre y de juicio para este mundo. Los tiempos irán de mal en peor hasta la consumación de los tiempos cuando por fin Cristo vuelva. Y sabemos que a su venida precederán periodos de guerras, hambrunas y calamidades.
Dios transformó la “derrota” de la cruz en el mayor acto de amor en favor del hombre de la historia. Allí estaba el Hijo de Dios tomando nuestro pecado y sanando nuestras enfermedades. Jesús no vino a ser servido, sino a servirnos a todos, y a darnos ejemplo. Ninguno de sus discípulos estuvo a la altura de las circunstancias. Todos flaquearon, y no supieron estar firmes en los momentos de mayor trascendencia. Jesús tuvo que soportar y llevar sobre él toda nuestra miseria. La justa ira de Dios cayó sobre Él sin contemplaciones. Soportó las torturas, la ignominia y las burlas de los hombres sólo por amor a nosotros.
Jesús fue tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Fue probado al extremo, pero el adversario no consiguió doblarlo. Él no sólo nos salvó, también nos proveyó para que pudiéramos luchar contra toda tentación. Rió y lloró con nosotros. En definitiva, experimentó la vida tal y como la vivimos hoy nosotros.
Tal es nuestra maldad, que fuimos capaces de tergiversar la misma ley que Él compuso para preservar la vida para darle muerte. Sin embargo, lo que realmente ocurrió, fue que Él tomó la maldición que dictaba esa misma ley en contra nuestra y la cargó en la cruz. Par poder expiar nuestro pecado debía ser igual que nosotros. Por eso puede socorrernos en toda tentación. Su resurrección y su próxima venida son las gloriosas esperanzas de aquellos que hemos muerto con Jesús en esa ignominiosa cruz.
La debilidad, el sufrimiento, y la deshonra que sufrió Cristo no fue gratuita. Hubo un motivo de peso: Hacer suyos nuestros pecados. Él es también nuestro sanador, aquel que nos cura tanto física como espiritualmente, porque la condición humana es débil y proclive al sufrimiento.
Muchas conjeturas se sacan hoy en día acerca de Jesús. Son pocos los que entienden que, en realidad, Jesucristo moría en la Cruz por nuestros pecados. Aun los que le veían morir pensaban que, en realidad, lo merecía. Hasta aquí puede llegar nuestra ingratitud ¿por qué muere Jesús en la cruz? Esta es una pregunta vital que todos deberemos responder ¿A quién juzga Dios, a él o a nosotros?