01. Es la primera vez que aparece en las Escrituras la expresión “la Palabra del Señor”, y Abraham es el primero, de los 21 hombres que recibe una “visión” de Dios. Estas palabras abren el camino a una profecía. Nos encontramos pues con Abraham, el primer profeta reconocido en las Escrituras, tal como vemos en el capítulo 20. Ciertamente, en este versículo encontramos un fundamento sobre el cual se edificará en multitud de ocasiones a lo largo de todo el Antiguo Testamento: “El escudo y la recompensa”.
En este caso, la “recompensa de Dios” vendrá a Abraham después de que este haya rechazado la parte del botín de guerra que le ofreció el rey de Sodoma. Solo cuando rechazamos los incentivos de este mundo estamos en condiciones de recibir el galardón de Dios. La riqueza más valiosa de Abraham, siendo él un hombre rico, siempre fue el Señor mismo. En la expresión: “yo soy tu escudo” hay implícito un “yo soy tu rey”, una cosa no puede separarse nunca de la otra.
Abraham se encuentra en medio de una situación un tanto complicada y es humano como nosotros. Teme represalias por parte de sus enemigos, y es por eso Dios sale a su encuentro para consolarlo e infundirle aliento. El galardón que le ofrece Dios es de tipo militar. Algo, que animará a Abraham a no huir y seguir pelando la buena batalla.
La Palabra de Dios no puede salir de nosotros, debe venir a nosotros. Al acercarnos a las Escrituras debemos pues implorar que el Señor dirija nuestros pasos para que pueda darse ese encuentro en el que La Palabra de Dios viene a nosotros, no por nuestra voluntad, sino por la del Señor. Es por ello que la Palabra de Dios viene solo a su debido tiempo. En una época del año propicia se planta, y en otra se cosecha.
Qué duda cabe que responder al llamado de Dios nos da miedo. “No temas Abraham, yo soy tu escudo” es lo que necesita oír el siervo de Dios. Gran parte del corto trayecto de nuestra vida andamos cojeando por el miedo que nos produce andar por fe. Gran parte de nuestro aprendizaje existencial se reduce saber caminar sin miedo a la sombra del escudo de Dios.
Cuando obedecemos el llamado de Dios y emprendemos el camino de la fe, no podemos esperar que se cumplan todos nuestros deseos. El Señor no nos garantiza otra cosa que nuestro supremo premio, que es: “Él mismo”. Lo más grande que el Señor nos puede conceder, ya lo ha hecho por su sola gracia: “Llamarnos y salvarnos”. Ahora, solo debemos emprender el camino que su Palabra ha puesto bajo nuestros pies: Las pisadas de nuestro Señor.
No importan las condiciones en que ese viaje se haga. Dios es el único que puede hacer milagros, el único que puede crear una descendencia a Abraham tan grande como las estrellas del firmamento, aun y a pesar de su vejez, y la esterilidad que ello implica. Pero él no debe preocuparse del “cómo”. Lo único que tiene que hacer es levantarse y empezar a andar.
El camino que emprenderá Abraham no será un camino de rosas, habrá tentaciones, crisis, y dificultades. Abraham cometerá incluso errores que tendrán consecuencias de por vida. Pero el llamado de Dios es firme, y Abraham no se detiene.
Aunque Abraham no obtuvo en vida todo aquello que le fue prometido, pero sí llegó a observarlo, aunque fuera de lejos, y no ceso su andadura, ni aminoró su marcha, porque sabía que su recompensa era el Señor mismo.
Mientras andamos por fe es normal temer. El piadoso anda como un cordero en medio de un bosque lleno de depredadores. Pero, ese cordero no anda solo. El Señor ha prometido, y Dios no puede mentir: Que, somos sus ovejas, y que Él mismo nos defenderá con brazo fuerte. Será Él quien destruya nuestros enemigos si hemos optado por temerle a Él antes que a los hombres.
Ciertamente, no somos un pueblo grande, ni poderoso, ni con muchos atributos o virtudes. Más bien todo lo contrario. Somos cual gusanos, dice el libro de Isaías. Además, nuestra única gloria es que estábamos perdidos y abandonados como José en la cisterna. Fue entonces cuando el Señor mismo nos redimió con su sangre y nos sacó del lodo cenagoso para limpiarnos y curarnos. Él es nuestra ayuda. Lo fue cuando nos salvó, lo es ahora, y lo será siempre. Como Pueblo, solo podemos aspirar a mostrar una santidad que solo pertenece a Él. Nuestras buenas obras solo limpian el espejo donde debemos reflejar a Cristo.
Sin embargo, seguimos siendo criaturas de poca fe. Titubeamos al primer contratiempo y somos muy olvidadizos. Por este motivo debemos perseverar en la lectura de las Escrituras, sus promesas se encuentran escritas aquí. De otro modo corremos el peligro de volver a nuestros ídolos. Si esto ocurre, en nuestro modo de vivir, ya no complacemos solo al Dios que hizo los Cielos y la Tierra. Nuestros ídolos también marcan la pauta de nuestra vida y nuestra conducta.
Conocer a Dios no es mero esfuerzo intelectual. Hay algo mucho más importante si queremos ser permeables a la sabiduría divina. Primero debemos ser humildes. Admitir que somos falibles en toda nuestra manera de vivir y de pensar. En segundo lugar, hay que gastar las rodillas orando, rogando por un conocimiento que solo puede llover del Cielo. Más importante que el conocimiento de Dios es su misma presencia, que es la única que puede dar vida a Su Palabra.
Lamentablemente, en nuestras ciudades, hemos perdido ese contacto con la naturaleza que tanto nos habla acerca de Dios y el cuidado que tiene por sus criaturas. Él es quien nos guarda y nos sostiene, nuestra vida es preciosa para Él, mucho más que la de tantos animales. No hay mejor forma de reconocer ese cuidado, ese sustento, y esa protección que, siendo agradecidos en oración, y en toda nuestra manera de vivir.
Dios también se vale de sus ángeles para llevar a cabo sus planes. Vemos como ellos aparecen en determinadas ocasiones para infundir aliento y esperanza en medio del temor. Ellos nos recuerdan que los planes de Dios siguen adelante a pesar de las dificultades. Ellos anunciaron que la resurrección de Jesús ya era un hecho, que su nacimiento iba acontecer a María, y que el Reino de Dios sería otorgado a su “manada pequeña”.
Por último, sabemos que Jesucristo es nuestro Alfa y Omega. Él es el principio, y el final de todo. En sus manos, su propósito será una realidad en nosotros.
Así que, como pueblo escogido de Dios, nos sobran los motivos para estar gozosos. Después de haber sido rescatados por Él. Ahora, Él es nuestro escudo y nuestra espada, así como nuestra victoria. Él no se avergüenza de nosotros, su sangre nos ha redimido del pecado y de toda culpa. Nos guía por caminos de justicia, y nos rodea con escudos de bondad. Hoy su palabra nos es camino de verdad, luz a nuestros pasos, y refugio en medio de la oscuridad.
CONCLUSIÓN
Antes de que Dios realizara su pacto con Abraham, quitó de en medio todo temor y duda mediante estas palabras de seguridad y confianza. No es malo, pues, tener conciencia de las limitaciones de uno, así como de los peligros que nos rodean. Determinadas situaciones pueden llevarnos a depender más de Dios, y a tenerle en mayor estima. Es también una oportunidad más para ejercer una relación más estrecha con nuestro Dios. Las palabras de Dios a Abraham le recuerdan que el fin de su vida no es la victoria en sí, sino Dios mismo. Él es su porción.
El temor forma parte de la vida, y hay temor que solo huirá a la voz de Dios. Hay malos deseos y pasiones que batallan contra nuestra alma que solo se apartarán cuando abracemos la Palabra de Dios. Ciertamente, hay una seguridad y una tranquilidad que solo pueden venir a medida que andamos por fe, por paradójico que parezca.
Entonces dirá el hombre: Ciertamente hay fruto para el justo; Ciertamente hay Dios que juzga en la tierra. Salmo 58:10 RV1909