Mateo 3:4-6

4-6. Juan era, desde luego, un extravagante. No se podía pasar por alto su forma de vivir, comer o vestir. Sin duda, era un excéntrico, aunque en las Escrituras no es el único. Otros profetas, como Elías, también habían vestido anteriormente con piel de camello y cinto de cuero. Comer langostas silvestres entre aquellos que vivían en el desierto.

Así que, tanto Elías como Juan el Bautista tuvieron ministerios marcados por la austeridad en los que una vestimenta y una dieta austera enfatizaban su mensaje de condena a la idolatría y a la permisividad tanto física como espiritual de la época.

El mensaje que transmitía Juan era algo así como: “No des por sentado que tu forma de vivir agrada a Dios”. Sólo por que seas convencional, y te ajustas a los clichés de tu comunidad religiosa no eres más aceptable delante de Dios que otros. La sencillez de su vestimenta y lo rudimentario de su comida eran una forma de protesta contra la autoindulgencia y la injustica imperante de la época.

El mensaje de Juan era atrayente. Parece que el efecto de su palabra y carisma calaron hondo entre sus contemporáneos. Allí en el desierto, fuera de las sociedades que los acogían y encorsetaban, podían escuchar sin prejuicios ni distracciones. Según nos cuenta Mateo, el impacto fue mayúsculo a juzgar por el alcance del ministerio.

Muchos buscan diversas puertas de entrada al Reino de Dios, pero sólo hay una: La confesión de pecados y el arrepentimiento. Es lo que el Señor anhela ver en nuestros corazones. Proverbios nos dice que el que encubre su pecado no prosperará, y que la confesión y el arrepentimiento son la única forma de alcanzar misericordia. O tal como nos dirá más adelante el apóstol Juan: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad.

La confesión de pecado formaba parte de la Ley. No sólo era tarea de los sacerdotes (Lev 16:21), también era un mandamiento que debía cumplir todo israelita (Lev 5:5; 26:40; Núm. 5:6-7). Era una responsabilidad personal que nadie podía eludir. Porque nadie queda exento de cometer errores. En los mejores días de Israel la confesión y el arrepentimiento eran una práctica habitual. El Nuevo Testamento tampoco le resta importancia. Vemos como Juan insta a la gente a prepararse para la venida del Mesías mediante el arrepentimiento, y el bautismo. Huelga decir que el arrepentimiento siempre conlleva una firme voluntad de abandonar el pecado.

El verbo utilizado en el original griego (yādâ) para referirse a la confesión también significa “alabanza”. Implica tanto dar, como reconocer. Cuando llegue el día en que toda lengua “confiese” que Jesucristo es el Señor, la humanidad entera le estará adorando. Algo que nos habla acerca de cuál es la verdadera naturaleza de la adoración: Un corazón contrito y humillado.

Así que, para alcanzar el favor de Dios no es necesario ningún sacrificio en concreto, ni tampoco ningún ritual, no necesitamos demostrar nada a Dios. Él sólo espera un corazón quebrantado que busca el perdón y la ayuda de Dios para creer y no pecar más. Para alcanzar este perdón, el bautismo simboliza el sacrificio del cordero de Dios que quita el pecado del mundo. En la inmersión morimos con él, y emergiendo de las aguas resucitamos y vivimos con él. El bautismo era un rito que se practicaba con todos aquellos que se convertían al judaísmo, así que el mensaje que transmitía Juan no era otro que el de la necesidad de empezar de nuevo. Era necesario “convertirse” de nuevo. Porque esto es el bautismo: Empezar de 0. Juan llamaba a sus contemporáneos a volver al pacto y al Dios que habían abandonado.

Esta entrada fue publicada en MATEO. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.