1. En este versículo se encuentran tanto la responsabilidad humana como la soberanía divina. Dios proclama su palabra por los medios que considera oportunos. Puede ser a través de la conciencia, la Creación, en su tiempo fueron los profetas, y hoy, mediante la predicación y el testimonio personal, pero sobre todo mediante su Palabra, las Escrituras, la Biblia.
Pero, es nuestra responsabilidad atender el llamado de Dios. Podemos recibir y leer el mensaje o dejarlo en el buzón. El mensaje salió de Dios, y si no hubiera salido de Él no tendríamos posibilidad alguna de recibirlo, escucharlo y creerlo.
Sólo a través de la oración podemos apelar a la Gracia divina para que actúe revelando el evangelio, bien a nosotros, o a otras personas.
A veces, es fácil preguntarse por qué Dios no responde, o por qué nos ha abandonado. Pero ¿no será que es Dios, precisamente quien se está haciendo estas preguntas? Porque, en realidad, no es tanto que Dios nos haya abandonado, sino que hemos sido nosotros los que le hemos dejado a Él.
Seamos conscientes o no, hay un cisma entre nosotros y Dios. Esta insalvable separación se llama pecado. Mientras exista este cisma, nuestro principal problema en la vida es restablecer el eslabón que nos unía a nuestro creador.
En su gracia, Dios ha permitido ciertos canales de comunicación. Los más importantes son la oración y el mensaje que encontramos en su Palabra. El abandono más grande que pueda sentir un ser humano, la soledad más absoluta que nadie pueda experimentar fue la que sufrió el Señor Jesucristo en la Cruz. Sin embargo, fue gracias a su sacrificio que hoy es posible acercarnos a Dios y comunicarnos con Él. Porque su sangre derramada en el monte Calvario quitó el pecado que impedía esa relación. Era él muriendo en nuestro lugar. Su sangre restablece el eslabón perdido.
La humildad es indispensable para absorber el mensaje del Evangelio. Cuanto más grueso es nuestro orgullo más difícil es escuchar a Dios. Jesús puso como ejemplo a imitar a los niños, como ellos debemos ser si de veras queremos entrar en el Reino de los Cielos. Porque, en el fondo, Dios sólo se revela a los que son como ellos.
En las Escrituras queda claro que sólo Dios puede darse a conocer al hombre. De nada sirve nuestro esfuerzo, o nuestra búsqueda si nuestro creador no toma la iniciativa. Él elige a quien revelarse, pero en su llamado Él no excluye a nadie. Él primero llama a todos, y luego escoge algunos.
Pero el Señor también se vale de personas como tú y como yo para darse a conocer. Nosotros también podemos preparar el camino para que Él se manifieste en los corazones de aquellos que nos rodean.
Cuando el Señor llama a nuestra puerta, en nuestras manos está recibirle. Si le aceptamos, si creemos en Él, el don que se nos otorga no es pequeño. Nada más y nada menos que ser hijos de Dios.
Pero, a veces, el mejor testimonio no da resultado, al menos a corto plazo. El apóstol Juan nos dice que los hermanos de Jesús no creían en Él. Y ¿quién pudo recibir mejor testimonio que ellos?
El problema con el mensaje del Evangelio nunca es que Dios no hable o no se manifieste. El problema es que el corazón del hombre es duro como una piedra. Siempre tardo para oír la voz de Dios. A veces, el Señor tiene que ironizar hablando de su pueblo preguntándose si realmente hay alguien que esté escuchando “¿Quién ha creído nuestro anuncio?”.
Pero el Evangelio sigue siendo poder de Dios. Poder para salvar a todo aquel que cree. Y siempre está a nuestro alcance. Por fe y para fe vendrá a nosotros en forma de justicia. Por ella somos declarados justos, y por ella andamos por caminos de equidad y rectitud.
No hay otra forma de alimentar nuestra fe que no sea a través de la absorción de la Palabra de Dios. La Palabra de la Cruz es locura para todos aquellos que se pierden, pero a los que se salvan es poder de Dios. Por la Palabra Jesucristo es una realidad en nuestras vidas. Poder y sabiduría de Dios.
Dios no ciega a nadie. Es el “dios” de este siglo quien ha ofuscado el entendimiento de los incrédulos. Por ello necesitamos su luz. Por ella son abiertos los ojos de nuestro entendimiento. Sólo en ella podremos disfrutar de las riquezas de su gloria, y la grandeza de su poder obrando en y a través nuestro.
Ciertamente, fueron pocos los que reconocieron a Jesús. Es por ello por lo que, por un lado, debemos estar gozosos y agradecidos, pero por otro, debemos estar alerta no sea que, también por nuestra incredulidad, lleguemos a olvidar su salvación, tal y como hizo Israel.