Salmo 26:6

6. “Lavaré mis manos en inocencia”. Resulta un tanto paradójica esta afirmación. Si uno es inocente, no necesita lavarse las manos. Pero, cualquier creyente, cualquier hijo de Dios, se mancha constantemente con el pecado. Debemos admitir que, aunque el pecado no es nuestro deleite, pecamos. Algunas veces conscientemente, y otras sin serlo.

El salmista es consciente de su propia necesidad de redención. Sabe que es necesario que toda su vida gire alrededor del altar donde su culpa ha sido expiada, y su pecado perdonado. No se trata de ir “empapados” constantemente de religiosidad, ni de enclaustrarnos en la iglesia, sino de que todo lo que hagamos cotidianamente, todas nuestras decisiones, actitudes, obras y pensamientos giren alrededor de la cruz de nuestra redención.

El ritual del lavamiento era habitual y simbolizaba la necesidad de la santificación antes de acercarse a lo santo. Así lo hacían Aaron y sus descendientes. Lo tenían que hacer antes de entrar en el Tabernáculo, para ministrar en el altar, o al quemar las ofrendas, so pena de muerte. Lamentablemente, hoy en día, hay poca preocupación por la santidad, por parte de muchos que ministran nuestras congregaciones. Sin santidad, cualquier don del Espíritu Santo queda automáticamente inhibido. A partir de este momento, no sólo quedará constatada la futilidad de todo ministerio, sino que también quedaremos expuestos al Dios vivo.

El que tiene las manos limpias es porque se las lava. El que camina en la verdad va tomando conciencia de su pecado, va elevando su alma a Dios, se arrepiente y es transformado por la Gracia Divina. No necesita representar ningún “papel” porque ya ha tomado el camino de la Verdad.

Pero, el caminar en la verdad no nos exime de pasar por lugares angostos y difíciles. No somos inmunes a las pruebas, el sufrimiento y las crisis, o a los tropiezos. Precisamente porque el camino de la santidad es sumamente angosto.

Tengamos en cuenta que el peor pecado de todos siempre es el nuestro, porque en cierta medida suele quedar oculto a nuestra conciencia. Para un buen diagnóstico:

  • Siempre vamos a necesitar la guía al Espíritu Santo para conocer la verdadera magnitud de nuestra naturaleza pecaminosa.
  • Con la ayuda del “Parakletos” tendremos que escudriñar las Escrituras, porque ellas son el patrón que necesitamos, y la forma racional más fiable de conocer la verdad.
  • También será necesario escuchar y aprender de aquellos que nos son ejemplo de madurez espiritual. Porque sus vidas y sus obras también ponen de manifiesto nuestras manchas.

Quizá nuestros pecados no sean grandes deslices, más bien son cosas a las que estamos tan habituados como: La poca paciencia, el orgullo, la soberbia, el menosprecio, el prejuicio, la falta de respeto o el rencor. Pero, no por ello carecen de gravedad.

El arrepentimiento no es tanto una confesión esporádica como una actitud humilde constante en la que no sólo reconocemos nuestro pecado y nuestra maldad, también manifestamos nuestro rechazo y nuestro decidido empeño a abandonarlos. El arrepentimiento es como el aseo. Uno no queda limpio por ducharse una sola vez. Para permanecer aseado, hay que arrepentirse con frecuencia.

Una vez hemos cesado de hacer el mal ya estamos en disposición de aprender a hacer el bien, a buscar la justicia, a reprender al opresor, y a defender al necesitado, abogar al indefenso, y sobre todo, a perdonar a los demás.

La remisión de pecado no es un mero trámite administrativo. La ofensa es en primer lugar a Dios. El agravio producido tendrá consecuencias impredecibles. El pecado siempre es un asunto serio y grave. Pero hay solución, y la solución no es una simple estampa de sangre sobre nuestro pasaporte espiritual. “Venid ahora y razonemos – dice el Señor”. Para que la sangre que fluye del Calvario alcance nuestro corazón, primeramente, debemos tener una buena conversación con Él. La fe verdadera es en primer lugar razonada. Son muchas las cosas que han de salir a la luz. La intención no es obtener un certificado, sino transformar nuestras vidas, aunque para ello debamos derramar alguna lágrima.

En el bautismo simbolizamos el lavamiento del pecado que obtenemos a partir del arrepentimiento y de invocar el nombre del Señor Jesús por su obra en la cruz. El Espíritu Santo está plenamente involucrado en esta labor que no sólo es higiénica, también conlleva una monumental obra regenerativa y renovadora.

Por este lavamiento, y esta purificación obtenida por la sangre de Cristo tenemos plena libertad para entrar en el lugar santísimo. La cruz nos ha abierto una vía nueva por la cual tenemos acceso a nuestro gran sacerdote con corazones limpios y conciencias tranquilas.

Una de las características que nos distingue a los seres humanos es nuestro gran potencial con las manos. Con ellas hacemos cosas que ninguna otra especie puede hacer.  Las necesitamos para casi todo.

Por ellas podemos hacer mucho bien, pero también mucho mal. Precisamente por esto, es muy importante que estén siempre limpias, tanto física, como metafóricamente hablando. Por lo que hayan hecho recibiremos nuestra recompensa de parte de Dios, sea para bien o para mal. A lo largo de la Escritura, encontramos numerosos pasajes en los que Dios presta especial atención a ellas. Porque por ellas llevamos a cabo todas nuestras obras.

Dios tiende su mano a todo aquel que las levanta implorando perdón. Y Dios no las rechaza por sucias que estén. La confesión y el arrepentimiento son el único jabón que las puede limpiar.

Cuando nos acercamos al altar de Dios, nuestro corazón sólo puede germinar un gozo supremo. Porque es en el altar de la Gracia donde recibimos el perdón. Y donde fluye una sincera entrega a la adoración y la alabanza.

Así que ¿cómo nos acercamos al altar de Dios? ¿Ha habido confesión de pecado y arrepentimiento? ¿o seguimos viéndonos a través de las lentes del orgullo? ¿Es consecuente nuestra religiosidad con nuestra piedad? Si nuestra fidelidad al Señor brilla por su ausencia no habrá gozo en nuestras vidas cuando nos reunamos para celebrar la mesa de nuestra salvación.

¿Cómo está nuestra relación con el prójimo? Concretamente con nuestros hermanos ¿fluye el amor de Dios en las cuatro direcciones? No sólo verticalmente, sino también horizontalmente. No esperemos bendición alguna si venimos ante Dios manchados de rencillas, enojo u odio.

Sólo somos salvos porque en Jesucristo hemos sido injertados al Pueblo de Dios: Israel. Debemos amar al pueblo escogido de Dios y orar por su conversión. Para que vuelvan y reconozcan que Jesucristo es el Cristo (Adonai, el Señor). Dicho esto, debemos huir de toda idealización del pueblo de Israel de nuestros días. Tenemos muchas cosas que aprender de ellos, pero no podemos pasarles por alto todo sólo porque son el pueblo escogido de Dios. Dios no obra así con ellos. El pueblo de Judá del que habla Malaquías era un pueblo traicionero, idólatra, y que ha dado la espalda a su Rey, Señor y Salvador.

Pero, aun así, ellos son la única esperanza que tiene la humanidad. Gracias a su rebeldía hoy nosotros gozamos de nuestra salvación. Pero por su conversión todas las naciones serán bendecidas un día. Es por ello por lo que nunca debemos dejar de orar por su conversión y amarlos como hermanos, aunque ellos aún no nos reconozcan.

La mesa en la que celebramos la comunión del Señor es lo más parecido que tenemos al altar que encontramos en este pasaje. No podemos participar de los símbolos sin antes estar reconciliados con Dios y entre nosotros. Sabemos que participar de ella sin haber arreglado nuestras rencillas acarrea juicio.

Por último, la obra de Dios nunca prosperará mientras tengamos las manos manchadas de pecado sin arrepentimiento. Ninguna oración llegará al Cielo sin antes habernos examinado y haber arreglado nuestra situación con el Señor.

En el fondo, la verdadera adoración siempre viene de un corazón sincero. No importan las apariencias de religiosidad si antes no estamos en paz con Dios en lo más íntimo. David podía entrar en el altar, pero sólo porque antes se había purificado en arrepentimiento.

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