7. Una vez más encontramos que el pacto con Abraham es establecido por Dios, y no por ningún hombre. Es un pacto personal, entre Abraham y su descendencia, por un lado, y Dios mismo por el otro. Pero, ahora el texto añade un matiz importante. Que este es un pacto eterno. No tiene fin. Es más, se refiere a Abraham y todas las generaciones que han de sucederle como una sola persona. Por lo tanto, la resurrección de Abraham y su descendencia queda explícita y se hace más notoria que nunca.
Este es el pacto que Dios recordará durante mil generaciones. Pacto perpetuo con Israel, y con él, la promesa de la tierra de Canaán. La verdad y la misericordia les seguirán todos los días de sus vidas hasta que den como fruto el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Por este pacto, el Señor ha salvado a su pueblo, para que le sirva sin temor, en santidad y justicia para siempre. Este pueblo estará formado por multitud de generaciones que vivirán como nómadas en el desierto, y que pasarán periodos de opresión y sufrimiento, pero que serán partícipes de esta promesa como hijos de ella.
El pacto de Dios con la descendencia de Abraham es unilateral y eterno. La tierra de Canaán será como unas arras para esta relación entre Dios y su pueblo. La fidelidad y el amor de Dios alimentarán esta relación, aunque ello no evitará que, en ocasiones, la infidelidad del pueblo caiga sobre sus cabezas en forma de calamidades y guerras. Aun así, la misericordia de Dios siempre estará dispuesta a escuchar el clamor y el arrepentimiento de su pueblo escogido.
El resultado de la fidelidad del pueblo es siempre el mismo: Dios concede a su pueblo la capacidad de obrar en santidad, y justicia viviendo en su misma presencia. No son hijos porque pertenezcan a una raza en concreto, sino porque son hijos de la promesa de Dios. La promesa de Dios vino mucho antes que su ley, 430 años, por lo tanto, la ley no puede anularla. La aceptación de los ritos que Dios les mandará responde a la memoria de su perdón y su misericordia. El cumplimiento de la ley no conlleva la obtención de privilegios, sino una sincera demostración de gratitud a Dios por su redención.
Tres atributos de Dios recorren toda la Escritura: El Señor es bueno, algo que ningún hombre puede afirmar acerca de sí mismo; Su amor es eterno, cruza la historia de eternidad a eternidad; y su fidelidad no tiene fin, sus promesas siempre se han cumplido, se cumplen y se cumplirán.
De la descendencia de Abraham surgirá el pueblo que será portador de la Palabra de Dios. Proclamarla y vivirla será señal para las naciones. De esta descendencia surgirá un día la Jerusalén celestial. Una misma ciudad que, cuando aparezca, será cantos de alegría y felicidad eterna para aquellos que han sido redimidos, y terror y destrucción eternas para los impíos, aquellos que la han querido dirimir.
En este versículo encontramos la promesa de gozo, paz, y esperanza que espera toda la humanidad. Porque, aunque esta bendición de Dios es para Israel, pero es en Israel que serán benditas todas las naciones.
La tribulación tiene en la Escritura un efecto purificador. Es temporal, y con ella el impío es quitado. Contrasta con la eternidad del amor, la bondad, y la misericordia de Dios, incluidas en su pacto. Pero para el creyente, escuchar a Dios y su Palabra es vivificador. Siempre es preferible a tener que pasar por el lagar de la ira de Dios.
Este pacto de Dios con Abraham nos lleva a Jesucristo y por Él, todas las cosas son y serán transformadas. El convierte nuestra maldición en bendición, por él la misma creación será liberada y transformada. Todo es temporal, pero el nombre de Dios es eterno. Por esta promesa hecha a Abraham la gloria de Dios llegará un día a cubrir la Tierra. El Señor mismo será su gloria y su belleza. Su luz eterna eclipsará el sol y la luna. En la cruz, Jesucristo transforma la vergüenza de nuestra existencia en gozo eterno.
El mismo pueblo de la promesa, del cual ahora formamos parte, es templo del Dios viviente, Él habita dentro nuestro, y camina a nuestro lado, Por esto nos pertenecemos mutuamente. Por eso podemos escuchar su Palabra y seguir sus pisadas. Ahora le pertenecemos a Él, a su Reino y a su Jerusalén celestial. Esa es nuestra verdadera identidad nacional.
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