Génesis 15:6

06. En última instancia, los cristianos no creemos en dogmas, en personas, en libros o edificios. Creemos en el Señor Jesucristo. Pero esto no significa creer meramente en su existencia. Se trata también de abrazar todo aquello que fue y dijo de la vida y de sí mismo. Es nuestra actitud frente a todo esto lo que determinará la autenticidad de nuestra fe. Así fue con Abraham.

Abraham creyó las promesas del Señor, sin importarle las consecuencias. Él se mantuvo firme a pesar de sus flaquezas, dudas, y debilidades y fue lo suficientemente fuerte como para mantenerse firme en la dirección que Dios le pedía teniendo como única garantía su palabra. Fue por esa fe, que Abraham fue llamado: “Amigo de Dios”.

La fe de Abraham nos mueve porque sabemos que Dios proveerá durante toda nuestra travesía. No nos movemos por obligación, sino por un sentimiento de gratitud y de honra al autor de una salvación tan grande. Es en respuesta a unas promesas tan excelsas que seguimos caminando. La fe verdadera descansa en el poder de Dios, en que Dios es capaz de cumplir lo que ha dicho. Si Él ha dicho que nos resucitará de entre los muertos, no sabemos cómo ni cuándo, pero sabemos que lo hará, por lo tanto, confiamos en su palabra. Tener fe significa caminar en la presencia del Señor en medio de cada circunstancia. Fe es la respuesta que damos a la Palabra de Dios.

Así, que todo aquel que tiene fe es hijo de Abraham, tal y como nos dice la Escritura. Y esta fe nos es contada como justicia. Vivimos por ella, y por ella hemos recibido el Espíritu Santo que nos guía.

Toda la condenación que acarrea el incumplimiento de la ley cayó sobre Jesús en la cruz. Por este sacrificio, nosotros, los que compartimos la fe de Abraham, hemos sido llamados a salir hacia una novedad de vida según esperamos el regreso de nuestro salvador, que nos ha prometido ser parte de su Reino. Porque al igual que el patriarca, somos herederos de la Jerusalén celestial, juntamente con Cristo.

Abraham inicia una senda desconocida, pero sabe que el final de su destino será el Señor mismo y la promesa de una heredad eterna. Sabe que ese camino que ha emprendido es la verdad. Y que todo lo demás, a pesar de su apariencia, es mentira. En este largo viaje, no faltarán la escasez, y las dificultades, pero Abraham sabe quién es su ayudador, y su libertador.

La Promesa de Abraham no termina con él. Continuará generación tras generación, llegando incluso a nosotros mismos. Hoy, mediante el arrepentimiento, Dios también nos ofrece la oportunidad de abandonar nuestros caminos y volvernos a Él para así evitar el juicio que se avecina. Como hijos de la promesa somos preciosos a los ojos de nuestro Padre y nuestro Salvador. Aunque por ahora solo tengamos apariencia de meras vasijas de barro en manos del alfarero.

La señal que Dios puso a su pueblo para identificarlo y distinguirlo fue la de la circuncisión. Aunque solo era una alegoría de la verdadera circuncisión, aquella que se da en el corazón mediante la fe, aquella que cuenta como justicia, la misma fe de Abraham.

Es por nuestra fe en el Señor Jesucristo que hemos sido reconciliados, y nos ha sido dado el ministerio de la reconciliación con Dios. La fe del cristiano no es seguir unos preceptos a raja tabla, sino andar con Dios, tal y como hacía Noé antes del Diluvio. No hay otra forma de santificación. Imitar a nuestro Padre en todo lo que hace. Esto solo puede conseguirse en Cristo Jesús, amando su Palabra, tratando de cumplirla por amor a Él. Orando para recibir la guía necesaria en todo momento y circunstancia. Porque sin la ayuda del Señor la fuerza del pecado terminará arrastrándonos como a todos los demás. La riqueza del creyente no debe medirse por los bienes materiales que recibe, sino por las obras de justicia que hace. Solo en el camino de la justicia está la vida.

Pero el hombre es incapaz de ser justo por sí mismo. La verdadera justicia solo puede ser un don divino. Es por la Palabra de Dios que somos justificados, y es por la Palabra de Dios que somos justos, y ambas cosas deben ir siempre unidas. El Temor de Dios es la ventana abierta que deja entrar el Espíritu de Dios para que nos redarguya de pecado limpiándonos y llenándonos de frutos de justicia. En definitiva, solo hay una justicia: Cristo en nosotros.

porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree.Romanos 10:4

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