15. Y por fin llegó el séptimo día. Probablemente el más esperado de todos, pero también el que iba a ser el más duro. Era como si hasta el momento solo hubieran estado entrenando, y ahora, por fin, lo que tocaba era jugar de verdad. Así que allí se encontraba aquella procesión que resultaría ya familiar a los habitantes de Jericó: Los soldados encabezando el grupo, los siete sacerdotes con las siete trompetas, luego los sacerdotes que llevaban el arca, y al final otro puñado de soldados ocupándose de la retaguardia. Se calcula que las siete vueltas iban a durar unas tres horas. Así que, una vez más serían el “hazmerreir” de la ciudad, pero esta vez durante tres largas horas. Y a pesar de todo, los militares que defendían las murallas aún no habían conseguido vislumbrar ninguna maquinaria militar que pudiese, ni tan solo, dañar aquella inexpugnable fortaleza. Sin embargo, los Israelitas hicieron bien obedeciendo al Señor. Dando aquellas vueltas mostraban la certeza de su fe, aun y a pesar de ser una locura a la luz de los hombres. Pero una vez más el Señor utilizó la locura para confundir la sabiduría, y lo débil para destruir lo fuerte. La batalla que se iba a librar iba a ser entre la locura de Dios y la sabiduría de los hombres.
La madrugada era la hora en la que los ejércitos solían atacar, siempre poco antes del amanecer. Del mismo modo empezaba también nuestro Señor la jornada, y es que las primeras horas del día determinan en buena medida las horas siguientes. ¿Qué mejor que empezar orando?
Levantarse temprano solía tener un propósito para el Pueblo de Dios: “clamar por el auxilio del Señor”. Reclamar su salvación. Hacer suyas las promesas de Dios, tener la esperanza que el Señor las cumplirá el resto del día. Admitir nuestra dependencia de Él.
María y María Magdalena no se olvidaron del Señor, aun habiéndole visto morir. Allí estaban aquel domingo por la mañana dirigiéndose al lugar de la tumba. Su fe las movía, la esperanza las guiaba. Algo tenía que haber detrás de una obra “consumada”, según habían oído decir a Jesús.
Notemos que durante todas las vueltas a la ciudad de Jericó, los sacerdotes tocaban las trompetas hechas de carnero. Hoy nuestras trompetas deberían ser la predicación de la Palabra de Dios. La Palabra debería sonar y debería estremecer nuestros corazones. A su sonido deberíamos obedecer al Señor movidos por su calor y su luz. Nuestro corazón debería compungirse en amor al Señor y al prójimo. Pues todos vamos juntos en orden de batalla teniendo como único capitán a nuestro Señor Jesucristo.
Dios actúa a su debido tiempo. Nosotros no sabemos el cuándo, pero sí creemos que Él termina todas las obras que empieza. El siete nos habla siempre de plenitud, de perfección, de obra acabada. Es por ello que si seguimos los consejos que el Señor nos ha dejado en su Palabra, el Espíritu Santo terminará Su obra en nosotros.
Hoy vivimos en medio de tinieblas. La Palabra de Dios es nuestra lámpara. La única luz alimentada por el Espíritu Santo que nos da suficiente visión para no tropezar. Quisiéramos, quizá ver más, pero por ahora no nos es dado más. Pero es precisamente por esto que albergamos la gloriosa esperanza de aquel amanecer en que la estrella de la mañana se alzará definitivamente en nuestros corazones.
Me anticipo al alba y clamo; en tus palabras espero.
(Sal 119:147)